¡Sociedad!
Ha muerto un niño de siete meses y quince días: siete meses en el seno de su madre y quince días fuera. Su muerte, producida por el error involuntario de una enfermera, ha sido un suceso de gran trascendencia mediática. Terrorífica la llamaron.
Pero de alguna forma también ha muerto esa enfermera. Al dolor de causar la muerte (sin querer) a un bebé se unen las descalificaciones que tendrá que oír de toda índole. A partir de ahora estará sentenciada para futuros trabajos, sentenciada entre sus compañeros, sentenciada por sus superiores, sentenciada por sus conocidos. Para esta enfermera en estos momentos se le ha caído el mundo encima.
Todo es compasión para el bebé: ha muerto. Triste es, ¿cómo no?, que haya fallecido y más cuando ha sido por un fallo evitable, pero totalmente involuntario.
¿Y quién se compadece de esos bebés de seis meses, de siete, de cinco, de tres, de uno que fallecen a diario? ¿Dónde están esas plumas que escriben en los periódicos y esas voces que se escuchan en la radio? ¿Dónde se dice que son terroríficos sucesos? ¿Por qué no se habla de ellos con el mismo dolor con que se habla de este bebé?
¿Por qué no se señala que estas muertes de pequeños bebés son producidas sin ningún error humano, con pleno conocimiento y deseo de provocarles la muerte? ¿Dónde están todos esos que se asustan al ver un bebé fallecido? ¿Dónde están esos dedos tan acusadores?
Siento pena por el niño. Siento pena por la enfermera, que estará sufriendo, la pobre, como una condenada. Siento pena por esta sociedad. Quizá sea esta sociedad la que me dé más pena.
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