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Aire fresco en Roma

4 de Mayo del 2014 - Francisco Javier Prieto Gancedo (Corvera de Asturias)

El 20 de marzo de 1979, Mino Pecorelli, periodista del «Osservatorio politico», era acribillado a balazos dentro de su Citroën CX, en el parking de su periódico enRoma. Hombre sagaz y profesional de gran prestigio, Pecorelli se caracterizaba por sus contactos dentro de las más altas esferas de la sociedad italiana del momento: desde los servicios secretos a la mafia, pasando por jueces, cardenales, políticos, militares y hasta la todopoderosa Logia Propaganda Due, los francmasones, que para entendernos rápido era como una especie de selección de lo mejorcito de todo lo anterior.

Curiosamente, seis meses antes, en septiembre de 1978, Pecorelli había hecho público una lista de masones dentro de los muros delVaticano, lista que incluía a una gran parte de la Curia con los más importantes cargos dentro del pequeño estado; pequeño en extensión, pero poderoso en recursos. Muchos de estos cardenales, como el propio Casaroli, fue secretario de Estado, posteriormente, con JuanPablo II, o qué decir de Marcinkus, presidente del Banco Vaticano, también masón y miembro de honor de la Logia P2, o el cardenal Villot, secretario de estado en ese momento, en fin, la lista es demasiado larga.

Las conexiones delBancoVaticano con jefes de la mafia como Michele Sindona, amigo y consejero de Pablo VI, Liccio Gelli, jefe del primero y dueño absoluto de la Logia P2, El 20 de marzo de 1979 Mino Pecorelli, periodista del «Osservatorio Politico», era acribillado a balazos dentro de su Citroën CX, en el parking de su periódico en Roma. Hombre sagaz y profesional de gran prestigio, Pecorelli se caracterizaba por sus contactos dentro de las más altas esferas de la sociedad italiana del momento: desde los servicios secretos a la mafia, pasando por jueces, cardenales, políticos, militares y hasta la todopoderosa Logia Propaganda Due, los francmasones, que, para entendernos rápido, eran como una especie de selección de lo mejorcito de todo lo anterior.

Curiosamente, seis meses antes, en septiembre de 1978, Pecorelli había hecho pública una lista de masones dentro de los muros del Vaticano, lista que incluía a una gran parte de la curia con los más importantes cargos dentro del pequeño Estado; pequeño en extensión, pero poderoso en recursos. Con cardenales, como el propio Casaroli, que fue secretario de Estado, posteriormente, con Juan Pablo II, o qué decir de Marcinkus, presidente del Banco Vaticano, también masón y miembro de honor de la Logia P2, o el cardenal Villot, secretario de Estado en ese momento, en fin, la lista es demasiado larga.

Las conexiones del Banco Vaticano con jefes de la mafia como Michele Sindona, amigo y consejero de Pablo VI, Liccio Gelli, jefe del primero y dueño absoluto de la Logia P2, Roberto Calvi, director del Banco Ambrosiano y socio del obispo Marcinkus en los oscuros negocios del blanqueo de divisas procedentes del tráfico de drogas, la prostitución, etcétera, etcétera, eran ya tan evidentes que no podían ser ocultadas por mucho más tiempo. Semanas antes, un hombrecillo del norte con una bonita y agradable sonrisa se había encaramado en el trono de San Pedro ante la sorpresa general de todos los católicos; Albino Luciani, el patriarca de Venecia, el amigo de los pobres, el cura que albergaba en la pequeña iglesia de su pueblo a los partisanos que luchaban contra el fascismo, el mismo que decía que había que escuchar a los que promovían campañas a favor de los métodos anticonceptivos, el hombre que hacía de la humildad una virtud divina, ese hombre era también el que iba a dinamitar los pilares de un colosal enjambre productor de riqueza donde los pobres no contaban para nada.

Ayudado por el Espíritu Santo, pero, principalmente, por los cardenales del Tercer Mundo y por otros a los que encandiló con sus teorías durante las deliberaciones previas a su elección, Luciani representaba un serio peligro para, entre otros, los integrantes de la lista de Pecorelli.

El resultado es conocido de sobra, el Papa Luciani, Juan Pablo I, iba a terminar igual que el desgraciado periodista, es decir, asesinado.

Estos días se celebran los actos de canonización de los papas Juan XXIII y Juan Pablo II, papas que, dicho sea de paso, no se parecieron en nada, pero la Iglesia sigue manteniendo ese tupido velo sobre la figura del Papa Luciani, al que se ignora sistemáticamente y al que parece que quieren dar la impresión de que nunca existió; Juan Pablo I fue santo en vida, santo por sus actos, no por sus palabras ni por su «feeling» mediático, tan de moda ahora en el nuevo y dicharachero pontífice argentino, y mártir, porque murió por los pobres, por los pobres de Jesucristo, como él decía, y porque murió a manos de los mismos que a la vez que crean santos de barro firman transacciones de acciones y bonos a bancos de las Islas Caimán, prohíben el uso del preservativo en África o se retiran a apartamentos de lujo en Roma después de un fructífero paso por el Vaticano.

Esta no es la Iglesia de Jesucristo, de la que por aquel entonces nos hablaba el Papa Juan Pablo en sus escasos 33 días de pontificado; esta es la Iglesia de los hombres (no de las mujeres), de los mercaderes que compran y venden almas, de los que deciden lo que está bien y lo que está mal y, en definitiva, de los que en su puta vida se miraron a un espejo para detenidamente poder ver lo realmente patéticos que pueden llegar a resultar a los ojos de los ciudadanos y ciudadanas de a pie, que no tenemos más poder que aquel que nos da el leer libros.

Jesús cambió la historia de la humanidad, y el Papa Luciani iba a cambiar la historia de la Iglesia, pero no le dejaron, aunque eso no impide que lo sigamos recordando, yo, al menos, como la ráfaga de aire más fresco y limpio que jamás sopló en Roma.

Francisco Javier Prieto Gancedo

Corvera de Asturias

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