Filosofía o psiquiatría
«Y vuelves a atrapar mi tristeza para esconderla en tu bolsillo, para alejarla de mí... De nuevo has sembrado el jardín de mis pesadillas con nuevos sueños, con otras esperanzas...». (Francesca Johnson)
Hace tiempo que yo quería escribir esto y pienso que ahora puedo y debo hacerlo. Por honestidad. Tal vez podría haberlo expuesto con 25 años, pero he tenido que dejar transcurrir otros veinticinco para vivir y comprender lo que sólo era una juvenil intuición. ¿Por qué los psiquiatras biologicistas al uso no saben psicología?, ¿por qué sus competidores, los psicólogos, no saben psiquiatría?
Ciertamente, la psiquiatría médica atesora hoy y desde las últimas décadas un montón de interesantísimos conocimientos sobre biología cerebral y sobre farmacología, y es indiscutible que la psicología clínica y las psicoterapias constituyen una auténtica jungla en la que no es fácil orientarse, como reconoce la doctora Yolanda Alonso en su libro sobre el tema. Pero conocer y saber no son la misma cosa, ni en el orden epistemológico ni menos aún en el ético y moral. Fueron necesarios muchos conocimientos decantados a lo largo de toda la tradición de la cultura occidental para llegar al «proyecto Manhattan». La bomba atómica alteró el curso de la historia, pero no transformó para mejor la esencia del alma humana. Hay que ser muy inteligentes, en el plano teórico, para convertir sendos aviones en proyectiles a lanzar contra las torres emblemáticas del capitalismo financiero que subyuga el mundo, pero nuestro planeta humano no es por eso hoy más habitable, feliz, piadoso y compasivo que lo era antaño. A veces pienso que la cultura no es más que un complejo meandro que la naturaleza da para perpetuarse a sí misma, y más en tiempos de crisis. Esta tesis no es novedosa y ya la rastrearon Schopenhauer y Freud.
Así pues, en un mundo tan mediatizado por saberes de saldo e ideologías variopintas y confusas, ¿qué papel real juegan la psiquiatría y la psicología clínica?, ¿cuáles son las ideologías pretendidamente científicas que subyacen a estas tecnologías? La filosofía, que es saber menesteroso, está obligada a hacerse estas preguntas. Pero no hay respuestas fáciles ni sencillas. Las últimas obras ensayísticas del psicólogo Marino Pérez transitan por estas procelosas aguas, levantando un halo de polémica difícilmente soslayable por la corrección política del reparto de conocimientos e influencias de las cátedras universitarias. No es éste tema baladí cuando pensamos en el poder económico de las multinacionales farmacéuticas y en los «lobbies» investigadores estadounidenses que deciden, y a veces por «consenso», a qué llamamos enfermedad mental y a qué no y dónde está la frontera entre lo que es normal y lo que no lo es, y no sólo en materia de salud.
Subtítulo: ¿Por qué los psiquiatras no saben psicología? y ¿por qué los psicólogos no saben psiquiatría?
¿Es lo mismo cerebro y mente?, ¿es lo mismo estructura y función? ¿Cómo se puede afirmar con palmaria ingenuidad filosófica, y como hace Punset en sus programas de divulgación, que la mente está en el cerebro? Denuncia Marino que la psiquiatría americana «inventa trastornos mentales». Se refiere a la de los polémicos manuales de diagnóstico, como el DSM-V, y que ya están muy alejados de la tradición clínica centroeuropea psicoanalítica y fenomenológico-estructural. ¿Qué hay de cierto en todo ello? ¿A qué se refiere con «invención», con «trastorno» y con «mental»? Yo interrogaría aún más: ¿cuáles son las fronteras gnoseológicas, y por ende ontológicas, entre neurología y psiquiatría?, ¿y entre psiquiatría y psicología clínica?
Entiendo, con socrática perplejidad, que Marino, sutil, no ha sostenido nunca que la psiquiatría biológica y farmacológica se saque de la manga enfermedades cerebrales. El cerebro es materia fisicalista muy compleja, como lo son, por ejemplo, el corazón y el conjunto del sistema vascular, y, por lo tanto, el cerebro puede enfermar y, de hecho, enferma. Ahora bien, mientras no haya unos marcadores biológicos perfectamente claros en la realidad empírica y física constatables, sometidos al criterio de verificación científica en el plano de los hechos (Carnap) y al de falsabilidad en el de las teorías (Popper), la ambigüedad y la polémica antipsiquiátrica seguirán persistiendo y, por ende, la sospecha de que la psiquiatría somete al dictado farmacológico mucho más de lo que tendría que medicar. ¿Quién se beneficia cuando se medica, además de las enfermedades contrastadas, la vida cotidiana con sus sufrimientos y avatares?
Marino Pérez y Julio Bobes dieron su parecer en una amplia noticia sobre el creciente uso de la farmacología psiquiátrica en cierto tipo de trastornos (véase LA NUEVA ESPAÑA del 31 de mayo de 2009). Pero pienso que es muy oscuro y confuso decir que los fármacos son rápidos y efectivos para aliviar el dolor moral y es parcialmente cierto que se ha perdido la capacidad de afrontar problemas normales. Y aquí, y por lo que a mi respecta, aúno mi experiencia a partir de las vivencias en la línea existencial que inaugurara Kierkegaard, y su concepción de la angustia, con la filosofía del conocimiento del materialismo filosófico desarrollada por Gustavo Bueno. ¿Cuáles son pues las «identidades sintéticas», las verdades, que determinan el «cierre categorial» de la psiquiatría actual? Es de aquí de donde Marino Pérez parcialmente saca toda la artillería argumental de sus ensayos. Y es legítimo que así lo haga.
Incluso, entre la sabiduría popular nadie parece negar que enfermedades como el alzhéimer o el párkinson sean eso, enfermedades neurológicas que evidentemente tienen un correlato fenoménico en la dimensión mental del paciente (afectiva, cognitiva y conductual). La neurología, aunque queda mucho por investigar, parece que ha encontrado su nicho ontológico. ¿Puede decirse lo mismo de la psiquiatría, tal y como se la practica, cuando conceptualiza y diagnostica «trastornos mentales»? Ciertamente, se ha avanzado mucho en campos como las esquizofrenias, las depresiones, los trastornos bipolares, etcétera. No cabe aquí frivolizar, ni hacer un discurso antipsiquiátrico fácil y tan ideológicamente distorsionador como quien cree de forma ingenua y perversa que la farmacología abusiva, y por sí sola, cambia el decurso existencial de una persona. Ya autores clásicos, como Alonso-Fernández en España, dando por supuesto lo endógeno, lo biológico, piensan la psiquiatría como una disciplina plural que ha de integrar a la vez lo farmacológico con la psicoterapia y la socioterapia.
Ahora bien, si a partir de contextos distales y apotéticos (por ejemplo, la percepción clínica de ciertos relatos autobiográficos más o menos interesados o deformados), hacemos inferencias proximales y paratéticas muy arriesgadas sobre flujos de neurotransmisores o supuestos fallos en ciertas áreas del cerebro, ¿qué clase de pretendida disciplina racional es la psiquiatría farmacológica que se practica en centros de salud y consultas privadas cuando receta psicofármacos? Esto es lo que critica Marino y con él tantos otros. Muchos psiquiatras honrados denuncian la «psiquiatralización» de la pobreza y del sufrimiento humano (por ejemplo, Rendueles). ¿Qué les aporta la psiquiatría, si es mera farmacología, a tantas personas que tras maltratos o divorcios no son capaces de volver a confiar y todo se les pone cuesta arriba con constantes crisis?, ¿qué le aporta a un parado de larga duración que tiene que malvivir «los lunes al sol» sin sentido de la dignidad?, ¿y a un profesor que no es capaz de darse a respetar por los alumnos? ¿Qué hay de yatrógeno en todo esto? ¿Qué sucede y quiénes son los responsables de que los «remedios» sean a veces mucho peores que la pretendida «enfermedad»? No me invento nada. Internet está lleno de webs donde la gente se confiesa y sale del armario relatando vidas infames, cuando peregrinan de psiquiatra en psiquiatra y de tratamiento en tratamiento a cual más aproximativo, aleatorio, cuando no arbitrario.
La psiquiatría farmacológica a lo yanqui, con su realismo ingenuo que establece adrede un confuso isomorfismo entre «trastorno mental» y «enfermedad cerebral», no debiera de ser lo que es, una tecnología del cuerpo diseñada políticamente para controlar y anular a masas de inadaptados. Foucault lo llamó, acertadamente, vigilar y castigar. Pero lo mismo podría decirse de algunas psicoterapias crédulas de dudoso contenido ideológico. De ahí la importancia de las tesis de Lou Marinoff, aunque puedan parecer ingenuas. También el cine, que es mitología racional, está denunciando todo esto.
Hay muchas personas que viven en esta frontera, que han visto y vivido cosas que vosotros no creeríais, y que ya no saben lo que es sonreír, divertirse sanamente, amar y volver a empezar. Las mujeres constituyen un vastísimo sector de la población globalizada actual que están siendo doblemente castigadas y silenciadas. Muchos varones, también. Y pensando en todas esas «Francescas» digo, y sin decir en mí, mucho más de lo que digo. Va por todas.
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