España: escorzo y horizonte
«Lucha es la vida y el arado es arma, / arma la reja de la odiada idea» (De «La flor tronchada», «Poesías», Miguel de Unamuno).
«Y al salir en el río de la gente / bajo el cielo a que lavan lagoteras / brisas del mar latino, / sentí en mi pecho / la voz grave del mar de mi Vizcaya, / la que brizó mi cuna, / voz que decía: / ¡seréis siempre unos niños, levantinos!, / ¡os ahoga la estética!» (De «L’aplec de la protesta», «Poesías», Miguel de Unamuno).
España es España y su circunstancia, y si no se la salva a ella no se salva España. Y esto es así, y lo ha sido desde los históricos y míticos tiempos de don Pelayo, porque cuando el alma meditabunda de Ortega y Gasset tomó la alternativa filosófica en nuestro cainita y fratricida ruedo ibérico lo hizo con sus «Meditaciones del Quijote», de las que pronto se cumplirán ya cien años. El perspectivismo y la razón vital del «yo» y la «circunstancia» como programático designio filosófico con el que pensar y reconstruir España, nuestra nación. Y Ortega lo concibió proyectando su espíritu, y ya germanizado por la disciplina kantiana, asomándose al paisaje ontológico de la idea de España para contemplar las cosas en derredor, que siendo mudas de tanto oídas (las creencias, los mitologemas), constituyen «la circunstancia». Esa salida venadora al universo patrio desde la atalaya paisajística de los puertos del Guadarrama o del campo de Ontígola, fue y es, como para Platón y Santo Tomás, forma cazadora, filosófica, de amar. Y en este caso, para Ortega, de meditar España. Porque, como él afirmó, es la meditación ejercicio erótico, es el concepto rito amoroso.
Luego, filosofar sobre España, que es una realidad que es una idea: compleja, plural y dialéctica (es decir, contradictoria sólo en apariencia), supuso para Ortega tomarse al «Quijote», cual inventor de Cervantes, como la selva ideal, como libro escorzo por excelencia donde se aúnan y se penetran, a veces en trágica cópula, la diversa pluralidad de paisajes, paisanajes y países que a todos nos componen y conforman por igual. Mas nuestro filósofo sabía, al modo platónico, que todo desvelamiento implica en el socrático oficio que es necesario, con paciencia y fortaleza, con ternura y firmeza, con tesón y generosidad, iniciar y recorrer el camino con ese esclavo que ha de convertirse en ciudadano de la patria España; y esto de forma y manera que sea él mismo, el futuro ciudadano, quien arribe, allende la tenebrosa caverna, a la verdad que se le quiere mostrar (como también poetizó Machado). Y ese desvelamiento, esa verdad que también es la mía, es que España existe, es que España es. La esencia sigue, pues, a la existencia.
Por eso Ortega, con su meditación y al enfrentarse a la mediocridad política de su tiempo, como antesala histórica de nuestra actual corrupta casta de politicastros, recordó la «Antropología kantiana» y desde ella reflexionó con el de Königsberg que es España «Tierra de los antepasados», lo cual quiere decir que nuestros muertos, como las sepulcrales sombras que invocan al homicida «Tenorio» de Zorrilla, siguen mandando y gobernando a su manera sobre los vivos. España fue imperio y apenas podías susurrar su nombre desvanecíase en la mente del envidioso oyente (la leyenda negra).
Mas frente a las «nieblas germánicas», de las que con tanta frecuencia hablaba Menéndez Pelayo y que hoy de nuevo nos amenazan con el IV Reich presidido por Führer-Merkel, opone Ortega la diáfana y polisémica claridad latina de nuestras pasiones, emociones y sentimientos patrios, que no por ser plurales en su manifestación dejan de ser unívocos en su esencia. Porque es la patria la tierra de nuestros mayores, el llar, el lecho, la mortaja y sepultura de nuestros ancestros queridos.
¿Por qué, entonces, tanto odio?, ¿por qué tanto cainismo?, ¿por qué tanto resentimiento?, ¿por qué toda «generación» (según Ortega y Julián Marías) sólo aspira a vengarse de la anterior como un trágico Edipo que no quiere saber a quién mata en un cruce de caminos..., a quién penetra en un tálamo mancillado? ¿Por qué, señor Artur Mas? Y Ortega matiza que España deja de ser dinámica y anda a la greña en hondísimo letargo, soñando quijotesca que vive, cuando no aborda empresas de altura: España en y frente a Europa, España con y contra el mundo (la globalización).
Pero hasta aquí el apunte sobre Ortega, porque Unamuno, coetáneo y antípoda del anterior en tantos aspectos, también se dolió más que ningún otro hasta su postrer día en una España en guerra de ese cainismo que tanto denunció y que hizo mella en sus existenciales carnes como hermano filosófico que era del danés Kierkegaard. Él trascendió con su mística poética, con su erótica, en suma, las contradicciones de su alma. Don Miguel, como sus contemporáneos que formaron y padecieron la Generación del 98, quiso resucitar a Alonso Quijano el Bueno para que, muriendo don Quijote, surgiera con aquél lo mejor del espíritu español. El sentido de lo intrahistórico, el valor unificador en lo plural de las tradiciones, que son la tierra y la simiente común sobre la que se labra y hunde su reja el arado de la Historia. Él, Unamuno, al igual que San Agustín respecto a la definición de tiempo, podría haber dicho: si no me preguntáis qué es España lo sé, si me lo preguntáis no lo sé. Por eso él, de trémulo espíritu de poeta, añoraba entrañable las bilbaínas brumas de su infancia y se extasiaba ascético y místico ante las vastas mieses de los campos de Salamanca..., ¡su Salamanca!
Pero más allá del certero y sentido comentario unamuniano, «País, paisaje y paisanaje» (publicado el 22-8-1933), entronco yo ahora con la lógica de la filosofía y la filosofía de la lógica.
Como bien sabía Unamuno, es el paisaje el entorno envolvente, el medio circundante aún no hollado por la mano del hombre que aparece ante la «visión» (la conformación originaria de la idea en sentido platónico), cual realidad fisicalista. Mas el paisaje cobra vida cuando lo habita y lo transforma el alma humana: el paisanaje. Es el paisano el prístino ser humano apegado a su terruño, que lo ama y lo desdeña, pero que nunca le es indiferente. Es entonces el paisanaje la realidad fenoménica, antropológica, que aún no está desalmada (como decía Ortega del espíritu objetivo de Hegel, de la Historia, en suma). Y esa fusión entre paisaje y paisanaje es afirmación, negación y sublimación superadora, formando ya el horizonte fraterno de lo que llamamos un país. Éste tiene ya intrahistoria y apunta hacia lo que será la dimensión histórica (historia con minúsculas), como intrahistórica es el alma dolida, doliente y explotada de figuras de la «Fenomenología del espíritu» de lo que ha sido nuestra nación, nuestra España, cuando cualquier ciudadano, precisamente por serlo, puede sentirse conmovido deudor de prosas y personajes en lengua castellana, asturiana, gallega, catalana o vascuence; pero siempre como síntesis («aufhebung») entre paisaje y paisanaje; como me sucede a mí con el poético cosmos descrito por Miguel Delibes.
Por eso el sentimiento y el concepto de ser de un país (lo que antes se llamaba una «región») se encamina hacia los albores de la dimensión esencial del hombre pero sin constituirla todavía. De ahí también que se quejase Unamuno con razón de que los secesionistas, los que falseando la historia común de lo que es esencial al alma humana al erigir ídolos de barro sobre falsas identidades, inventasen lo de llamar al otro meteco, maqueto, charnego, forastero, o sea, marrano. Y quienes así proceden, apuntaba, lo hacen porque se consideran «arios», que no son más que «señoritos de aldea», no verdaderos aldeanos, no paisanos, no hombres del país y del paisaje. Porque el verdadero paisano, y lo afirmo como hijo de acogidos emigrantes, siempre ampara y protege, nunca excluye y no crea guetos pseudoculturales ni te señala con el dedo.
Pero por encima y a la vez a través de los citados conceptos: paisaje, paisanaje y país, levántase con la madurez de los tiempos, de la Historia con mayúsculas, la idea de nación. Y digo idea y no concepto. Ésta opera como idea, como realidad esencial, pues para que surja es necesaria la libertad objetiva, estoica y cristiana, ulterior a la «lucha de las autoconciencias»; la famosa dialéctica del amo y el esclavo, y de la base y la superestructura, como diría Marx.
Y así más allá de la profunda metáfora cervantina, donde las descalabradas ensoñaciones quijotescas fenecen en combate singular en las playas de Barcelona frente al Caballero de la Blanca Luna, nació de esta muerte por melancolía Alonso Quijano, nació España como sentimiento nacional. Y decir nación es decir una idea política, filosófica, fundacional. Porque mentar nación (y no nacionalidad como nacencia, «nación étnica», en suma, sinónimos de país o región intrahistórica) es situarnos en el horizonte de la dialéctica histórica. La intrahistoria queda «superada», al modo de Hegel y Marx, por la Historia.
Por todo ello y por mucho más, señores políticos, a los que todos pagamos, es necesario que en un mundo globalizado en sus problemas más radicales (energéticos, demográficos, financieros, etcétera), y frente a toda veleidad fragmentaria o devaneo secesionista, se aúnen esfuerzos e ideas para un proyecto de España plural desde lo unitario y unitario desde la pluralidad.
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