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Melilla y el Gurugú

30 de Mayo del 2014 - Vicente Pedro Colomar Cerrada (Oviedo)

Al norte de la línea costera de lo que hoy es el reino de Marruecos y entre los cabos de Tres Forcas y Ras Quiviana o Quebdana se encuentra ubicada una amplia bahía en la que destaca la laguna o albufera de la mar Chica («Sebba bu Erg», para los rifeños), llena de agua salada y en la que en su centro emerge el monte del Atalayón. En la alineación costera del cabo Tres Forcas y hacia el Sur, sobre una pequeña península de unos 30 metros de altura formada por calizas miocénicas blancas con mezcla de fosilizaciones imperfectas, los fenicios, posiblemente sobre finales del siglo VII a. de C., instalaron una factoría a la que pusieron el nombre de «Rusadir». Situada en el paso de las sucesivas invasiones de Occidente, siendo destruida por los vándalos sobre el año 430 en su periplo destructor de todo el norte africano procedentes de España, y reconstruida por los visigodos, fue de nueva asaltada y destruida por las tropas de Muza ben Nozair en su paso hacia el Oeste. Los normandos, en el año 859, la volvieron a saquear, y en 1150 un cuerpo del ejército al mando del caudillo almohade Abd el Mumen la saqueó, retornando al «Jamis de Tensaman», donde residía, para repartirse el botín conseguido. Tres siglos después los habitantes de la rifeña «Melela (actual Melilla), cansados y humillados por ser víctimas de las guerras que se entablaban entre los reyes de Fez y Tlemecen por su posesión, la abandonaron, pero antes le prendieron fuego y la destruyeron.

El momento fue aprovechado por los españoles. Don Juan de Guzmán, duque de Medina Sidonia, considerando que «...y que sería de gran utilidad y provecho destos reinos de España tener en África una ciubdad como Melilla, porque si algunos navíos con tormenta o de otra manera dieran en la costa de África supiesen que tenían allí donde se recoger», se decidió por enviar a un caballero de su casa, don Pedro de Estopiñán y Virués, para su conquista y reedificación. Saliendo un día la flota del puerto de Sanlúcar, en la noche del 17 de septiembre de 1487, arribó en la base del promontorio rocoso africano, donde se encontraba la destruida ciudad y lo escalaron portando «...un enmaderamiento de vigas en que se encaxaba gran tablazón gruesa y muy fuerte que llevaban hecha». Con gran esfuerzo y al amparo de la débil luz que proyectaba sobre la tierra un gigantesco mar de titilantes estrellas, los expedicionarios españoles lo pudieran asentar alrededor de la muralla derruida, de tal manera que al día siguiente, al amparo de un sol brillante, los moros que deambulaban por los alrededores, que en el atardecer del día anterior habían dejado una «Melela» asolada, en el siguiente amanecer la vieron con muros y con el sonar de tambores y disparos de artillería, que les produjo tal pasmo que salieron corriendo hacia las faldas del monte cercano diciendo que la asolada ciudad ahora estaba habitada por diablos. Y a ese monte cercano los moros le llamaban Gurugú (la palabra rifeña «gur» significa corazón y al tener dos cimas con la misma altura al repetir la palabra los rifeños bautizaron el monte como «Gurgur», y los españoles, por deformación al pronunciarla, le llaman Gurugú, enclavado en la cabila de Mazuza, Marruecos). Y pasaron los días, los meses, los años, los siglos y corrió la historia cargada de acontecimientos trágicos y dramáticos, y también la de un largo tiempo de paz y tranquilidad en una acción de protectorado en la que España dejó su impronta de amistad y buen hacer para con los pobladores de aquellas tierras africanas.

¡Gurugú! En época pasada tu nombre arrastraba temores y angustias a los españoles peninsulares. Para aquellos que no llegaron a contemplarte representabas un furioso y fiero genio. Como si fueses un monstruo malévolo. Sin embargo, en los que llegaban a tus mares cercanos por primera vez y te contemplaban se producía el asombro. Con tus casi novecientos metros de altura no tenías nada de grandioso. Ni siquiera que te reconociesen como una significativa montaña, porque comparado con otros altos le resultabas un sencillo cerro. Tus peladas cumbres alcanzan el límite de altura donde las nieves hacen sus más bajos escarceos en época invernal. En los días de tórrido sol y achicharrantes calor, por tus alturas corre una apetecible brisa que difiere ostensiblemente del bochorno inaguantable que domina las playas que bañan el final de tus laderas. Aparentemente, no mereces significarte por nada. Tus entrañas no encierran tesoros que obligaran a los hombres a remover tus tierras y a romper tus rocas con saña y crueldad. Euditos y entendidos dicen que por tus venas corre lava ardiente en espera de expulsarla con terrible furia hacia las alturas. Que ya lo hiciste en alguna ocasión y que por ello eres causa de daños y estragos. Tus cumbres y laderas han servido de escenario de cruentas luchas entre los hombres. Las rocas que te afloran y las peñas que te salpican fueron manchadas de sangre generosa en más de una ocasión...

Ahí, manteniéndote imperturbable desde tu puesto de centinela, fuiste testigo directo de cómo miles de soldados españoles dejaron su vida por aquel enjambre de valles y picachos que desde tus cimas de Kol-la y Bas-bel se extienden hacia Levante hasta alcanzar las aguas atlánticas en la defensa de los compromisos internacionales adquiridos por España. Y fueron cientos y cientos las familias españolas las que quedaron integradas en las villas y aldeas que se fueron levantando en tus queridas tierras del Rif, una vez pacificadas las cabilas, conviviendo en paz y armonía durante muchos años con tus rifeños. Españoles de todas las regiones peninsulares, santanderinos, asturianos, gallegos, andaluces, extremeños, valencianos, vascos y catalanes, entre otros, integraron las distintas unidades militares y fueron muchos los que dejaron sus vidas en una guerra sin cuartel contra tus rifeños rebeldes, en el duro proceso de pacificar las cabilas que se oponían a la autoridad del sultán reinante, hasta alcanzar la paz. Y fueron muchos los españoles que dejaron la impronta de su buen saber y de su buen hacer en beneficio de otros hombres y mujeres, pobladores de las tierras que te circundan, que estaban tan necesitados de salir de la pobreza y de la indigencia que les atosigaban desde su más tierna infancia. Y de nuevo te recuerdo, querido Gurugú, que fueron muchos los que allí entregaron sus vidas y reposan con la satisfacción del deber cumplido en los cementerios de Nador, de monte Arruit, de Larache, de Tetúan, de Ceuta o de Melilla. Entre ellos, mis abuelos y mis padres.

Hoy son otros acontecimientos los que estás obligado a contemplar. Impertérrito en tu puesto e impasible en su devenir, observas cómo gentes extrañas de piel negra pueblan tus laderas más orientales y se precipitan sobre las vallas que limitan y separan las tierras marroquíes de las españolas. Sabes, Gurugú, que esas laderas están bañadas con la sangre generosa de tantos soldados españoles que entregaron sus vidas en el cumplimiento de su deber, como era pacificar las cabilas rebeldes que se oponían a la autoridad del sultán reinante. Compromisos adquiridos en tratados internacionales. Dicen esos grupos de piel negra, querido monte, que llegan hasta la frontera melillense, frontera de España y frontera de la UE, ¡que no debemos olvidar!, que quieren alcanzar el nivel de vida de los europeos. Otros pueblos supieron transformar en un vergel una zona desértica del trozo de tierra que le regalaron las primeras potencias. Con ingenio y con trabajo, a pesar de las balas que silbaban por encima de sus cabezas. Mocetones de piel negra que llegan hasta el límite fronterizo sin mostrar señales de pasar hambre; por el contrario, en muchos casos de aspecto atlético. ¡Pero eso no es justo! Al recuerdo me vienen esos campos del centro del África negra llenos de tiendas de campaña donde familias enteras se amontonan y apenas si tienen un trozo de tarta para meterse en la boca. ¡Madres esqueléticas portando entre sus brazos hijos esqueléticos! Hijos que mueren en sus brazos simplemente por hambre! ¡Ahí es donde tienen que actuar los partidos políticos europeos! ¡Ahí! ¡Ahí es donde deberíamos ver a los políticos españoles actuar y proponer soluciones para terminar con tanta hambruna y tanta miseria. No hacer demagogia por intereses partidistas o corporativistas. Estos otros que profanan tus laderas, querido Gurugú, son ilegales y están cometiendo una ilegalidad. ¡Por qué tenemos que soportar los nacidos en esa querida tierra melillense donde yacen nuestros abuelos y nuestros padres que sea profanada un día y otro! ¡Por qué! Tú fuiste el amparo de todos ellos en época pasada de honra y de valientes. ¿Es que el país vecino no puede hacer más en sus fronteras sureñas? Si necesita ayuda, que la UE se la done, pero haciéndole responsable de la llegada de grupos incontrolados a la frontera melillense, que debemos repetir que es frontera de España y frontera de la UE. Yo lo he vivido personalmente en mis cuarenta años de convivencia con los magrebíes y sé el poder que tienen. Los políticos que nos gobiernan están fracasando y están humillando a la Guardia Civil al coartarles una acción contundente contra esos grupos invasores. Con su comportamiento nos están obligando a pensar a los melillenses en pactos ocultos que pueden suponer otra marcha negra parecida a una pasada marcha verde que supuso la invasión y apoderamiento de unas tierras que no le correspondían al pueblo invasor. ¿Qué quieren? ¿Que los civiles se vean obligados a abandonar la plaza española y cuando sólo queden militares sea más fácil a Marruecos pedirla en los organismos internacionales y que sea aceptada su entrega? Primero los españoles, después los españoles y siempre los españoles. Yo sé, querido monte Gurugú, que me apoyas en todo lo que estoy escribiendo. Señor presidente del Gobierno, corte de raíz el problema de Cataluña, a su vez corte de forma radical el problema vasco y corte de raíz el problema de la frontera melillense. Ya sé, señor presidente, que, como dijo aquel gran político, eso cuesta sangre, sudor y lágrimas. No nos obligue a pensar a los españoles en comportamientos que rayan en la cobardía y que incluso un día pudieran considerarse como de alta traición. ¡Todo por la patria! ¡Todo por España!

Vicente Pedro Colomar Cerrada

Oviedo

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