Echando la vista atrás
Con veinticuatro años de edad, allá por el año 1987, uno decide saltar del nido para, junto a mi actual esposa, tratar de emprender un vuelo independiente y mantenido en el tiempo. Con el salario medio percibido por un joven trabajador de la industria del metal podías hacerte cargo del alquiler de un modesto piso semiamueblado y sin ascensor; podías comer al menos tres veces al día sin tener que medir cada céntimo al acudir al supermercado –y ello sin apenas presencia de productos de marca blanca en la cesta de la compra–; podías salir a tomarte unas copas de manera moderada; podías tener una tartana con cuatro ruedas para ir a trabajar y moverte un poco por el entorno e, incluso, llegar a ahorrar algo para afrontar imprevistos de poco calado. Pasadas casi tres décadas, la emancipación parece ser más una fantasía que una realidad, y, lamentablemente, cada vez es mayor el número de casos en los que ésta se alcanza iniciando un movimiento de alas cargado de tristeza y desilusión. No es lo mismo cruzar fronteras en calidad de turista que verse forzado a irse con lágrimas en los ojos y en el corazón. Un panorama poco halagüeño y esperanzador.
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