Las enseñanzas del obispo Buxarrais
Ramón Buxarrais Ventura, nacido el 12 de diciembre de 1929 en Santa Perpetua de Moguda, provincia y diócesis de Barcelona, fue obispo de Zamora de 1971 a 1973, año en que fue nombrado obispo de Málaga, donde ejerció su ministerio hasta el 11 de septiembre de 1991, en que, inesperadamente, anunció su decisión de abandonar su cargo episcopal “por razones de salud y cansancio físico”, para trasladarse a Melilla (dependiente de la diócesis malagueña) y dedicar su tiempo a los huérfanos de la “Gota de leche”, a los ancianos de una residencia y a los presos de la cárcel: tarea en la que sigue, pese a sus 84 años.
Fue un obispo “atípico” para su época: un hombre del pueblo, fiel a sus orígenes, a su condición de hijo de familia obrera. Cuando llegó a Málaga, siguió manteniendo sus costumbres habituales de tomar un café, un pincho de tortilla, una caña de cerveza o un vaso de vino en un bar frecuentado por trabajadores; de utilizar el autobús como medio de transporte y de ir al fútbol cuando sus obligaciones se lo permitían.
Al enterarse de su afición por el fútbol, la directiva del Club Deportivo Málaga le envió un pase con asiento numerado para que pudiera asistir cómodamente al estadio de La Rosaleda. El obispo agradeció el detalle, pero les comunicó a los directivos que prefería asistir, como siempre, a las gradas de general, mezclado con el pueblo y pagándose su entrada como los demás. “Olía a oveja”, en frase muy gráfica del papa Francisco.
Era muy querido por los malagueños debido a su sencillez, a su compromiso con los pobres y a su manera de hablar, llana y sin rodeos, llamando a las cosas por su nombre.
Lo detestaba, eso sí, esa fauna de vagos y maleantes conocida como la “jet set” que pululaba por la Costa del Sol, insultando con sus derroches y extravagancias a tantos parados y a tantos pobres que no pueden comprender cómo es posible que a unos les sobre tanto mientras que a otros les falta lo necesario. Más de una vez ha dirigido el fuego de su palabra evangélica contra esa “basura” nacional e internacional, habitual de la prensa estúpida, mal llamada “del corazón”, que ensuciaba la costa malagueña.
Subtítulo: El prelado que pedía honradez a los políticos
Destacado: Fue un obispo atípico para su época: un hombre del pueblo, fiel a sus orígenes, a su condición de hijo de familia obrera
Destacado: Buxarrais sugería a los políticos que, aparte de ofrecernos sus sonrisas en los pósteres, nos ofrecieran también una ficha en la que constaran más o menos datos, como si ha sido fiel a la palabra dada a la esposa en el matrimonio; cómo educa a sus hijos, si los tiene"
Se daba cuenta de que el habitual estilo empleado por los obispos en sus cartas pastorales no calaba en sus lectores, por lo que, movido por su afán pastoral de poder comunicarse con el mayor número posible de lectores, sobre todo con los más sencillos y con los menos acostumbrados a la lectura, se le ocurrió expresarse a través de un estilo directo, de tú a tú. Para ello se inventó un cristiano inquieto –frecuente en el posconcilio–, le puso el nombre de Valerio y comenzó a escribirle cartas. Le dedicó veintiocho –cada una de las cuales titulaba “Carta a Valerio”–, que se publicaban, no sólo en revistas católicas, sino en la prensa nacional, y en ellas decía cosas que son de sentido común pero que parecían estar olvidadas.
En la que publicó en mayo de 1987, refiriéndose a los políticos, comenzaba diciendo: “He escuchado en varias entrevistas radiofónicas la extrañeza de políticos españoles por la retirada del candidato demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, Gary Hart, por el simple hecho de haber mantenido posibles relaciones íntimas con una mujer que no era su esposa. “¿Y qué mas da?”, decía el entrevistado. “¿Es que un hombre que desee estar con una u otra mujer no puede ser un buen político? ¡Qué ridículos son estos estadounidenses, al fijarse en esas pequeñeces!”, añadía.
Tras indicar que él opinaba justamente lo contrario, el obispo de Málaga hablaba del sentido común del pueblo estadounidense, del que decía: “Ellos piensan, y con razón, que mal puede gobernar un país quien no sabe gobernarse a sí mismo, a su hogar, a su negocio. La honradez personal –además de lo guapo o simpático que puede o debe ser el candidato a la Presidencia–, para los estadounidenses, es un elemento esencial”.
Sin querer me acordé de mi padre, que era de la misma opinión. Con ese sano discurrir de los campesinos, allá por los años cincuenta del pasado siglo, rechazaba el nombramiento de alcalde de Nava de un atorrante cuyo único mérito era ser falangista y tener amistades con gente influyente. “¿Cómo va a gobernar la casa ajena y la de todos el que no es capaz de gobernar la suya propia?”, decía, indignado, al enterarse de que habían nombrado a un mangante que nunca había dado golpe.
Ahora que los políticos de los diversos partidos en vez de dedicarse a exponer sus proyectos intentan despedazarse unos a otros criticándose con una acritud cainita, resulta reconfortante leer lo que sugería Buxarrais a los políticos: que, aparte de ofrecernos sus sonrisas en los pósteres, “nos ofrecieran también una ficha en la que constaran más o menos datos, como si ha sido fiel a la palabra dada a la esposa en el matrimonio; cómo educa a sus hijos, si los tiene; cuál es la opinión que sus compañeros de trabajo tienen de él; su competencia en el trabajo; si es creativo o repetitivo; si es egoísta o generoso; qué sentido tiene del ahorro; qué interés tiene por los más pobres y por el problema del paro; si es despilfarrador o buen administrador; si es un militante servil del partido que lo apoya o si es libre para actuar según su conciencia; si sabe lo que es sufrir injusticias o las ha infligido a otros; si es veraz o exagerado, y si es visceral o reflexivo”.
Pienso que muy pocos de los políticos que hoy están en el candelero pasarían este examen. Y, sin embargo, están ahí, porque los han votado o los hemos votado.
No obstante, estas reflexiones del obispo me parecen de lo más acertado y sería lo mínimo que tendríamos que pedir a un político. Si en su vida privada no es honrado, ¿cómo se le puede confiar la marcha de la sociedad? Si no es de fiar, ¿cómo se puede poner a su alcance la administración de tanto dinero del pueblo?
Una vez más queda demostrado que aquel que trata de ser fiel al evangelio tiene unas grandes dosis de sentido común. Y no es de extrañar: Jesús, hombre del pueblo, todo cuanto dice no es más que sentido común. Algo que nadie le puede refutar.
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