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El pulso soberanista

17 de Junio del 2014 - Constantino Díaz Fernández (Oviedo)

Es obvio que, dentro del elemental abanico de libertades que debe consagrar cualquier constitución democrática, todo ciudadano, a título personal, o a través de los mecanismos de participación establecidos, tiene derecho a manifestar públicamente sus puntos de vista, inquietudes, opiniones y aspiraciones, con la única e inexcusable condición de acatar el marco legal vigente. La fortaleza de un Estado democrático depende del respeto a las leyes, la unión de todos sus pueblos y la solidez de sus instituciones públicas, integrando la diversidad como factor de riqueza y no de distorsión. Cuando no se cumplen estas premisas el resultado inmediato es el de generación de tensiones internas que conducen, de forma inexorable, a un conflicto de difícil salida e imprevisibles consecuencias del que, en mayor o menor medida, todos terminan siendo perdedores. La historia nos ofrece multitud de ejemplos de ello.

En nuestro país, las continuas salidas de tono de los nacionalistas catalanes y vascos y, más moderadamente, las de los gallegos, que basados en peregrinos argumentos históricos, empezando cada uno la historia donde más le conviene, con más interés para la clase dirigente y los que siempre están pegados al poder que para el pueblo llano y soberano, están poniendo una nota discordante que puede acabar por afectar, de forma seria, a todo el conjunto del Estado. No es que la idea nacionalista de estas comunidades sea nueva, pero la inoportunidad de exacerbar este concepto y hablar sin tapujos de independencia en un momento tan delicado como el que está atravesando España como nación, es un torpedo en la línea de flotación que puede hundir el barco en el que viajamos todos los españoles. La ilusión que, sin mucho éxito por cierto, se quiere trasladar a los ciudadanos de las citadas comunidades, basada en que de forma independiente vivirán mejor que dentro de la nación española, es falsa de principio a fin.

Nadie debería impedir, ni siquiera pretender, ahogar los sentimientos nacionalistas de otros, ni tampoco las aspiraciones de independencia de ningún pueblo, siempre que todo ello se canalice por cauces legales, en tiempo y forma, sin causar perjuicios a terceros y, por supuesto, con bases, razones y argumentos sólidos y creíbles. Lo que no es de recibo es utilizar argucias y falacias para confundir a la ciudadanía y crear estados de opinión fabricados ad hoc. Recurrir a razones históricas, o a hechos diferenciales, aplicados en el momento y tiempo que más interese a cada uno, no parece lo más adecuado, ni lo más honrado. Todos los países, estados, regiones, etcétera, en algún momento de su historia, vivieron momentos de esplendor y de decadencia. Si cada uno de ellos utilizará los momentos históricos más favorables como argumento para reclamar derechos, la cola que se podría formar para tal fin sería interminable.

Menos mal que a esta extensa cadena de despropósitos, desplegados en el momento más inoportuno, no se suman otras comunidades que también podrían alegar razones históricas para alimentar tan desquiciada polémica. ¿Qué se opinaría si, por ejemplo, Asturias reclamara las tierras que le fueron propias a la muerte de Alfonso III, cuando el reino Astur comprendía las tierras de Galicia, extendiendo sus fronteras por el norte de Portugal hasta Coímbra, y Castilla hasta el reino de Pamplona, en un momento en el que el resto de la península Ibérica estaba dominada por el Emirato de Córdoba, bajo la denominación de Al-Ándalus? Creo, sinceramente, que España no está para este tipo de bromas, y que, al amparo de la Constitución de 1978, se debe fortalecer la unión entre todos los pueblos, sin excepciones, elevando el sentido nacional por encima de cualquier otro interés, particular o de grupo, e intentar remar todos en la misma dirección; sin duda que será la única vía para terminar de superar la larga crisis que nos viene agobiando y no perder el camino del progreso. El mantenerse fuera del tiempo y el lugar, el querer anclarse en ensoñaciones del pasado, amén de no conducir a ninguna parte, es tan alucinante como si alguien pretendiera ir a cazar dinosaurios, ignorando que estos se extinguieron hace 65 millones de años y que, además, ya no volverán jamás.

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