Sobre el fenómeno secesionista
Superados los trámites constitucionales, celebrados los actos oficiales y los fastos institucionales del traspaso de la Corona y la proclamación del Rey Felipe VI, se impone, por lógica de los acontecimientos, la vuelta a la normalidad del día a día, con todas las incógnitas e incertidumbres que nos puedan deparar el presente y el inmediato futuro, sobre los que debe imponerse el optimismo y la esperanza. Y entre los muchos problemas que nos afectan y preocupan de orden económico y social, los políticos ocupan un relevante lugar, aunque las encuestas del CIS no lo reflejen como preocupación prioritaria de los españoles, y, en concreto, los referentes al fenómeno secesionista de Cataluña y del País Vasco.
Como todos los temas trascendentes, éste al que nos referimos no se reduce a un acto, sino que es el resultado de un largo y complicado proceso que, además de recurrentes falsedades históricas e intencionadas tergiversaciones, tiene un precedente inmediato con la restauración democrática, y se alimenta de los errores, vacíos y contradicciones existentes en la Constitución de 1978, que, no obstante ser muy valiosa en su conjunto por el cambio radical operado en la sociedad española por su influjo, podrían y deberían haberse aclarado y reconducido mediante un desarrollo legislativo coherente con el conjunto del texto constitucional y que, al no haberse producido, ha vulnerado en algunos casos su contenido y en otros ha acentuado sus fallos, que, por repetidos y para no abrumar al lector, no vamos a enumerar aquí, pudiendo afirmarse sin rebozo alguno que de aquellos “vientos constitucionales” se han derivado las actuales “tormentas secesionistas”.
Y todo ello ¿por qué? Pues, en gran medida, por la falta del sentido de Estado de la derecha y su acomplejada debilidad, que la lleva a una actitud de elevar el “consenso” a categoría absoluta y general, cuando hay algunas cosas que no pueden ser objeto de “consenso”, como es el atentar contra la unidad nacional –en la que la Constitución se fundamenta–, el honor o a la comisión de delitos. Actitud ésta que ya se puso de manifiesto en la comisión de elaboración de la Constitución, así como en su desarrollo, condicionado además por pactos previos con los nacionalistas, que nos han llevado a la delicada situación que ahora padecemos. Y en no menor medida por la pasiva actitud de encarar el problema por los sucesivos gobiernos, habiéndose desbordado por su sectarismo y supina ignorancia por los del período 2004-2011. La promoción, la aprobación y el contenido del Estatuto catalán y la legalización de Bildu y Sortu (brazos políticos de ETA, ya instalada en las instituciones) han envilecido el panorama de deconstrucción nacional en que estamos inmersos, y el pronunciamiento del TC sobre el contenido anticonstitucional y antinacional del Estatuto catalán, reflejado en el testimonio de los cuatro eméritos magistrados que, pese a todas las presiones, emitieron su voto particular, es contundente e indiscutible. Y ni se ha ilegalizado Bildu ni Sortu, ni se ha modificado el Estatuto, ni se cumplen las sentencias de los tribunales de justicia en las comunidades autónomas donde el secesionismo se ha implantado por la razón de la fuerza, rechazando categóricamente la fuerza de la razón. Y el cumplimiento de la ley.
Parece obvio que, ante una acción persistente, agresiva y amenazadora de propugnar el secesionismo de determinados territorios que han sido, son y deberán seguir siendo españoles y la ruptura de la unidad metafísica, histórica y constitucional de España, no cabe la actitud pasiva y acomplejada de las más altas instituciones del Estado. Y el ciudadano vasco o catalán que quiere seguir siendo vasco o catalán, pero que también se siente español, pues ello ni ha sido ni es incompatible, se tiene que sentir respaldado por el Estado. Y es en esas regiones de España en las que actúan con absoluta impunidad las minorías independentistas y secesionistas en las que el Estado deberá realizar el ejercicio incondicionado de sus competencias sin intromisiones ni condicionamientos. Pero el vacío en todo ello, ya durante muchos años, es evidente, y el ciudadano que se siente español se encuentra desprotegido y, a veces, hasta agraviado. Y es que frente a la acción, a la creación de situaciones de hecho contrarias a la Constitución, no cabe la demora en la aplicación de la ley, cuyo respeto es la base de la democracia, y no hacerlo así puede ser síntoma de cobardía o de falta de convicciones.
Se están cometiendo presuntos delitos de sedición, rebelión y contra la seguridad del Estado, perfectamente tipificados en el Código Penal. Y conocida la comisión de los mismos –individuales, colectivos o institucionales–, tan evidentes que no necesitan demostración y que cada día adquieren mayor amplitud y sus consecuencias se hacen más irreversibles, hay que denunciarlos, sancionarlos y evitar o compensar sus efectos. Porque la Constitución no es un texto pasivo para contemplarlo platónicamente y no atreverse a aplicarlo, pensando que derramando el bálsamo de la paciencia, la pasiva condescendencia y la invocación continua del diálogo puede ello evitar el “choque de trenes”, siendo suficiente para destruir la meditada y programada hoja de ruta secesionista y garantizar la permanencia de la unidad nacional... Hay suficientes preceptos en la Constitución que obligan al Gobierno de la nación moral y legalmente actuando en el marco constitucional, porque la transgresión del interés general es evidente. Además, hay una poderosa razón que igualmente obliga a no demorar la aplicación de preceptos constitucionales, ni buscar soluciones falsas de aplazamiento, cual es la de que sólo un Gobierno con mayoría absoluta –que difícilmente se volverá a repetir– puede hacer uso ponderado de determinadas medidas legales, que, ¡ojalá!, pudieran reforzarse con un pacto con los partidos nacionales sin fisuras y, si es necesario, con un gobierno de coalición, del que tenemos ejemplos positivos bien recientes en Europa, aunque no se den en este momento en nuestro país las circunstancias ideales para ello por la situación interna de ciertos partidos mayoritarios, pero debe intentarse por todos los medios porque el asunto es de suficiente envergadura como para no caer en un pecado de “omisión”, que no perdonaría ni la historia pasada, ni las generaciones venideras, ya que apelando al “¡yo no fui!” no nos libera de responsabilidad. Y el problema no es sólo del actual Gobierno, sino de todos los españoles que tenemos la sensación de que España se nos escapa entre las manos, porque, a veces, da la impresión de que el final de este peligroso proceso está ya consensuado por ocultos poderes...
La libertad, que tanto esfuerzo y sacrificio llevó para alcanzarla, es necesaria para escoger un camino, pero no cualquier camino que nos pueda llevar a nefastas experiencias vividas. Nuestra democracia, que se dice “madura” y “asentada”, está falseada por la corrupción, por los partidos, por la dejación de responsabilidades en el cumplimiento de las leyes, por la carta blanca de los separatismos... y por más motivos. Así que ya va siendo hora de recuperar el deseo de tomar la libertad en nuestras manos para ser capaces de gobernarnos por nosotros mismos sin delirios suicidas... Y entonces sí, entonces y sólo entonces seremos capaces de mayores responsabilidades en la tarea nacional que a todos nos incumbe, dado que aspiramos a compartir la idea de que –con palabras de García de Cortázar– “ser una nación no es una relación con la tierra, ni una inercia de la historia, ni un mero acuerdo jurídico. Es la aceptación de principios y valores que nos permiten a todos considerarnos responsables de su conservación y perfeccionamiento”. Vayamos a ello.
José María Pérez Rodríguez, abogado
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