El antiguo hospital
Bajo de la Universidad atravesando el antiguo hospital, son las 11 de la mañana, apenas hay gente en el campus, mucho menos vida.
Paso por la entrada principal, el edificio A, Residencia, Maternidad. Tantos recuerdos me golpean en la cabeza, un poco embotada después de un examen, pero siempre funcionando. Cuántos años he pasado pendiente de lo que pasaba entre esas paredes: noticias, resultados, pruebas, acompañando a recibir tratamientos y consultas...
En ese mismo hospital nací y una parte de mi, aquí, se fue para no volver más, una parte muy grande e importante, el sol que iluminó la vida con una sonrisa. No sólo una parte de mí y de mi vida. Entré en el hospital siendo un niño y cuando lo abandoné era ya un hombre.
La entrada al edificio A a nivel de calle, junto con la primera planta, siempre quedará grabada a sangre y fuego en mi historia: hace poco más de dos años ahí se me iba casi la vida.
Mamá murió, siempre seguirá viva en el recuerdo, pero lo cierto es que yo la quería conmigo, no en mi recuerdo. Como si se adelantara al futuro, ya sabido, de esta inmensa mole sanitaria que correrá la misma suerta que ella.
Entre los restos del antiguo hospital, la plaza de toros, declarada en ruina, no ha hecho más que atestiguar el nivel de los festejos que aquí se realizaban, lo cerca que está el cuartel de la Policía y los yonquis que campan a sus anchas, como pájaros aturdidos, en busca de un segundo más de vida, para inyectarse otra dosis, lejos queda ya la última y ninguna más, que, seguro, muchos prometieron a sus familiares allá por los ochenta.
La zona del Cristo huele a podredumbre y desolación. Los empleados públicos muestran poco afán mientras recogen basuras, siegan el césped y retocan los setos, tareas desalentadoras, pienso yo. Esto ya es campo de espíritus; los españoles enterramos muy bien.
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