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Un nuevo Catecismo para nuestros hijos

9 de Julio del 2014 - Patricia Rodriguez Suárez (Gijón)

Una vez más se alzan las voces en contra de la Iglesia, en esta ocasión por parte de un grupo de personas, el comité de homosexuales, que reclama su presencia en el nuevo Catecismo de la Conferencia Episcopal Española. Parece que siempre estaremos en el ojo del huracán y no precisamente por lo bien que hacemos las cosas. Me gustaría que alguna vez la sociedad, en la que muchos cristianos vivimos y trabajamos, reconociese la labor de la Iglesia y su empeño por hacer este mundo más solidario, más como Dios mismo lo pensó y sobre todo más humano, al estilo de quien fue plenamente hombre, de Jesús de Nazaret.

El problema es que quienes reclaman tal distinción, se olvidan de lo principal y es que son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, hombre o mujer, tal y como se refleja en el capítulo ocho del nuevo Catecismo. La vida es un don y ese creo yo debe ser el planteamiento. Hemos avanzado tanto a nivel médico y científico que corremos el riesgo en ocasiones de creernos pequeños dioses: elegimos si un niño nace o no, en qué momento, y también con quién y de qué manera mantenemos relaciones, pero lo que Dios pensó para la Humanidad es que fuéramos hombre y mujer llamados a dar frutos de vida, y por mucho que nos cueste y por atrasado que parezca, el principio básico es y será el Amor en sus distintas expresiones: el amor conyugal, el amor fraterno, el amor oblativo.

Lo que la Iglesia nunca podrá aprobar, y yo pienso que muchos fuera de la Iglesia tampoco, es esa exaltación de su condición sexual, que acaba siendo provocativa. Nadie niega la condición homosexual de algunas personas que siendo hombres o mujeres, sienten atracción hacia personas de su mismo sexo. Eso siempre ha existido y existirá porque la naturaleza humana es así de rica y compleja a un tiempo. Nacemos con una condición sexual determinada genéticamente y maduramos en la aceptación o no, de esa condición.

No podemos educar a nuestros hijos en el todo vale y tenemos derecho a todo sino más bien en el respeto a lo distinto, no por ello malo moralmente. Algunos se empeñan en hacernos creer que el progreso implica una libertad mal entendida, que dice más de hedonismo, de búsqueda de placer inmediato a cualquier precio, que de inclinación hacia el Bien. Estamos convirtiendo la sexualidad no en expresión del amor sino más bien en espectáculo, en poder, olvidando que la dignidad del hombre y su grandeza residen en ser persona y para el cristiano, en haber sido creado a imagen y semejanza de Dios para perpetuar la especie. Según esto, y según el plan de Dios, el hombre se unirá a la mujer y serán una sola carne como no puede ser de otra manera en vistas a dar vida. A nuestros hijos debemos enseñarles esto que es el fundamento de la humanidad como tal, pero también sin olvidar la realidad plural que existe con sus límites, sus pecados que todos tenemos y enseñarles a respetar y amar a los que se salen de la norma siempre que no quieran convertir lo excepcional en normal y en paradigma del avance.

Hoy más que nunca se habla de tolerancia, de globalización y sin embargo percibo a menudo un deseo desmesurado de querer poner al hombre en el centro de un universo sin más ley que la suya propia, en una especie de narcisista para el que prima lo excéntrico, lo evasivo, lo inmediato sin perspectiva de futuro, sin mirar al pasado para darse cuenta que la diversidad debe ser siempre enriquecedora y no impositiva.

Lo que no podemos enseñarles a los niños cuyos padres depositan en sus catequistas, en sus parroquias, en la Iglesia en definitiva, el acompañamiento de esta etapa de maduración en la fe, es que es igual una tendencia que otra. Debemos hablarles de la humanidad, del mundo tal y como Dios lo pensó; también de las variantes que pudieran existir, sin carga moral. Esta vendrá dada de la actitud con que cada uno viva su identidad sexual y su forma de expresarlo en la sociedad. Tenemos que presentarles la realidad de la sexualidad tal y como es, siempre desde el respeto y la dignidad de toda persona, desde la misericordia, porque así nos mira Dios a cada uno.

Patricia Rodríguez Suárez, médico, Gijón

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