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Kiev: cuna e historia de Rusia

25 de Agosto del 2014 - José María Izquierdo Ruiz (Oviedo)

Un siglo después de la España de don Pelayo, se forma en Kiev el Estado ruso por la unión de distintas etnias y principados de predominio eslavo, en la ruta de Asia a Europa. No tenían como los astures un mar Cantábrico que les guardara las espaldas, quedando así al albur de las hordas, orientales primero y occidentales después, que habrían de asolarlos.

Estos primeros pobladores de Rusia llamaron a los variegos, unos normandos mas apacibles e inteligentes que sus hermanos de raza, para que deshicieran sus rencillas internas y los gobernaran, desde el Ártico hasta el mar Negro y desde el río Dniéster hasta el Volga, contando con Novgorod, Smolensk y Kiev entre sus ciudades.

A fines del siglo IX, los principados adoptan como capital Kiev bajo el mando de Oleg. Uno de cuyos sucesores, Vladimir el Santo, introdujo el cristianismo en Rusia e hizo construir el templo de Santa Sofía en Kiev, que aún pervive. También sus sucesores, y en especial Yaroslav el Sabio, elevaron el nivel legislativo, cultural y artístico de Rusia, si bien a finales del siglo XII, las razias de pueblos nómadas devastaron el territorio y Kiev hubo de ceder la capitalidad de Rusia a otras ciudades como Vladimir y Novgorod.

En los siglos siguientes, los caballeros teutones atacaron la ciudad rusa de Pskov, siendo rechazados por los rusos bajo el mando de Alexander Nevski; un episodio que inspiró al genio de Eisenstein y de Prokofiev la película y la cantata de su nombre, centradas en la épica “batalla sobre el hielo” en que la caballería lituana se hundió bajo la superficie helada del lago Chudskoe. Ya en el siglo XVI, bajo el zar Iván IV, el constante acoso de los tártaros llegó a su fin cuando, pese a las intrigas de los boyardos, vencieron los rusos a la Horda de Kazán y tomaron la ciudad del Volga. Este episodio patriótico también fue aprovechado por Eisenstein y Prokofiev para la película y el oratorio “Iván el Terrible”. Para entonces la capitalidad de Rusia ya había pasado a Moscú, que ocupó la Siberia y consolidó la unidad nacional.

Si bien Ucrania ya era rusa en sus orígenes, en tiempos del zar Alejo (siglo XVII) los cosacos de Ucrania, no sólo de Kiev sino también de las tierras entre los ríos Dniéster y Dniéper, se avinieron a las condiciones del zar manteniendo su dependencia de Rusia.

A caballo de los siglos XVII y XVIII, se instalan en Rusia los Romanoff, y con ellos Sofía y Pedro I el Grande, que ganó a los suecos el territorio donde se habría de asentar la ciudad de su nombre, que fue capital de Rusia hasta 1918. Pedro inicia su acercamiento a Occidente, que tan mal le habría de pagar; gran reformador eclesiástico, militar, social, financiero, educativo, industrial, etcétera, el zar aspiró a tener salida mejor al mar Negro, acordando con los turcos la cesión de las ciudades de Azov y de Taganrod, cuna esta última del médico escritor Antón Chejov.

Pero fue la alemana Catalina II, la zarina que en el siglo XVIII llevó a Rusia a su esplendor. En el exterior, volvió a ganar a Turquía la ciudad de Azov y parte de las orillas del mar Negro. Otra guerra, de nuevo provocada por el sultán, acabó con la cesión a Rusia de una mayor costa de dicho mar, incluida la ciudad de Odessa, y de un vasto territorio al este del río Dniéster, en la anterior Ucrania rusa, y –con la venia de Austria y Prusia– la Bielorrusia polaca, que siempre había sido de Rusia. De esta forma logró Catalina la recuperación del territorio que ochocientos años antes ya formara el Principado de Kiev, bajo Vladimir el Santo.

La invasión de Rusia por Napoleón y su derrota final no fue aprovechada por el zar Alejandro I para ganar territorio. Su sucesor, Nicolás I, creó en 1835 la Universidad de Kiev. Nicolás II, atacado por los turcos, los venció en favor de los pueblos balcánicos –eslavos y cristianos– en manos de “La Sagrada Puerta”; esto tampoco trajo ventajas a Rusia, aunque sí logró la independencia de Grecia, Valaquia y Moldavia; y ello pese a la enemiga de los amigables imperios centrales, y sobre todo de Inglaterra que, jugando con dos barajas, impidió que los rusos llegaran al Mediterráneo, y les montó la guerra de Crimea, de la que Rusia salió malparada. La pérdida de Sebastopol (1856) es para Rusia lo que la derrota de Kosovo (1389) ante los otomanos para Serbia.

También el zar Alejandro II, en defensa de los pueblos balcánicos, guerreó contra los turcos pero, por celos, las “potencias” no lo dejaron rescatar Bizancio, sede del cristianismo ortodoxo. De aquella guerra resultó la independencia de Serbia, Montenegro y Rumanía, pero –¡atención!– Austria-Hungría se quedó con la “tutela” de Bosnia y Herzegovina; con el zar Nicolás II, llegan el domingo sangriento, la ruinosa guerra ruso-japonesa, la anexión por Austria de dichos protectorados, y la Gran Guerra de 1914. Es de notar que tras el magnicidio de Sarajevo y el ultimátum del Imperio austriaco a la débil y conciliadora Serbia, el zar intentó reiteradamente convencer al káiser Guillermo de que evitara el drama de una guerra europea; el káiser no sólo desoyó al zar sino que atacó Rusia, lo que contribuyó al estallido de la Revolución de 1917, al asesinato del zar y su familia, y la guerra civil rusa. Por el tratado de Versalles Rusia perdió Ucrania, que recuperó tras la II Guerra Mundial, hasta las viejas fronteras del año 1000.

Con la desintegración de la URSS, Rusia hubo de devolver –felizmente– la libertad a los países ocupados durante 45 años, pero también, por el resurgir de nacionalismos alentados por Occidente, y por tratos con el oligarca ruso Yeltsin, en 1991 Rusia, Bielorrusia y Ucrania se confederaron como estados independientes (CEI), con compromisos que la última no mantuvo; y menos aún tras el reciente golpe de Estado que derrocó al presidente prorruso Yanukóvich, elegido democráticamente.

Ucrania conserva un alfabeto y un idioma afines a los de Rusia y sus etnias están entremezcladas; si a esto añadimos su interdependencia económica, el predominio de lo ruso al este del Dniéper y la creciente presión de EE UU en la frontera rusa, con su “guerra de las galaxias” (DAM), y la OTAN asomando, se podrá comprender la reacción nacionalista rusa y sus consecuencias territoriales.

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