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Por la división de poderes

5 de Agosto del 2009 - Ramón Sordo Sotres (Llanes)

«El Imperio Austro-húngaro (...) no van, pues, muy descaminados los que prevén para lo futuro grandes convulsiones que separen y desmembren lo que la política y las alianzas matrioniales laboriosamente formaron a fuerza de siglos» (Geografía Universal, Cristóbal de Reyna, Madrid, [1912], página 281).

Los parlamentos nacionales que albergan en su seno fuertes partidos étnicos o regionales (nacionalistas y regionalistas se les suele llamar en España), es fácil que ello amenace seriamente la unidad o el funcionamiento normal del Estado, como sucedió en los siguientes casos :

En 1907, la Dieta austriaca tenía más diputados eslavos (265) que alemanes (233), aunque –los eslavos– divididos en 28 grupos distintos; como este parlamento era ingobernable, desde 1909 la región que abarcaba pasó a ser gobernada por decretos imperiales, lo que aceleró la inviabilidad de Austria-Hungría y el estallido de la Primera Guerra Mundial cuando para fortalecer el Imperio se decidió invadir Serbia.

Los 80 diputados irlandeses en la Cámara de los Comunes británica entorpecieron el normal funcionamiento de esta durante buena parte del siglo XIX y comienzos del XX; el problemón de la autonomía de Irlanda provocó durante la primavera de 1914 una insubordinación en el seno de las tropas británicas destinadas en la isla, pero como resulta que entonces no tardó en estallar la mencionada Gran Guerra, la resolución de la crisis se pospuso; terminada la contienda, Londres otorgó la independencia de hecho a Irlanda del Sur.

En Suiza estalló una guerra civil en 1847 cuando los siete cantones católicos crearon la Sonderbund (Unión de Defensa) pero fueron rápidamente derrotados por el ejército de la Dieta federal; como consecuencia, en 1848 se aprobó una nueva Constitución y Suiza pasó de ser una Confederación (aunque conservó este nombre) a una Federación.

Canadá, con un fuerte partido francés que suele gobernar en la región de Quebec, estuvo ya varias veces cerca de escindirse en un Estado anglófono y otro francófono.

Es importante reseñar que no en todos los países sucede igual, pues en otros Estados como Bélgica, Bulgaria, Eslovaquia, Finlandia o Italia partidos étnicos o regionales disfrutan de representación en los parlamentos centrales, a veces desde hace mucho tiempo, y sin embargo reina la paz, aunque algo tensa en el caso de Bélgica, Estado que quizá tenga sus días contados, y en Bulgaria no sé cómo acabará la cosa.

En España el Estado lleva cedidas ya muchas competencias debido a la gran fuerza parlamentaria de varios partidos nacionalistas y, además, las regiones pequeñas como Asturias, Cantabria, La Rioja y Murcia resultan muy perjudicadas porque ellas carecen siempre de representación exclusiva en las Cortes y por el contrario otras Comunidades Autónomas más grandes sí la tienen.

Hay quienes proponen que se impida a esos partidos estar representados en las Cortes, pero no estaría bien privar a una parte de la población de sus derechos; más democrático y útil sería que las modificaciones importantes de la actual situación autonómica, tanto en la dirección de que el Estado recupere competencias perdidas como de que entregue más, así como el mantenimiento de privilegios fiscales provinciales, tengan que ser ratificados obligatoriamente mediante referendos a escala nacional. Así, todos decidiríamos lo que nos afecta a todos.

Hasta el momento se mantuvo el Estado porque tras el tejerazo de febrero de 1981 el miedo fue general y los independentistas no se atrevieron a atacar frontalmente la unidad de España, con lo que el régimen, en el fondo poco sólido y urdido mediante una sucesión de componendas, lleva aguantando varios lustros pues se pensaba que los nacionalistas periféricos, en caso de ser ello necesario, se verían frenados por el Ejército –en esos momentos muy de derechas– y la Corona, a los que la Constitución otorgaban ciertos mandatos, expuestos vagamente y raros en un país europeo de la época.

Pero los partidarios de que sus regiones tienen que separarse del resto de España, opción por otra parte plenamente respetable, se dedicaron en los centros de Enseñanza y los medios de comunicación a propagar su visión cultural e histórica, de modo que lentamente fueron ganando masas de seguidores; aparentemente ya perdieron el miedo a los militares y proclaman más abiertamente sus objetivos disgregadores.

Ante esta nueva situación, las dos instituciones citadas –que se suponía eran los cancerberos de la unidad nacional– parece que se inhiben o no se sabe bien lo que hacen o piensan, y además se comprueba que el pueblo no puede forzar la celebración de referendos, pues el actual régimen español sufre de la preponderancia abusiva del Poder Legislativo.

En efecto, las Cortes Generales –cuyos miembros son elegidos en listas cerradas– lo dominan todo, pues además de al Presidente del Gobierno, designan, directa o indirectamente, a los miembros del Tribunal Constitucional, órgano que no constituye un Poder separado de los demás sino que más bien forma un apéndice del Legislativo, y encima todos sus miembros pertenecen al mismo ámbito profesional, lo que no les hace representativos de la ciudadanía.

El régimen político imperante en España carece, pues, de separación de Poderes, por lo que cualquier gobierno con mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados -de un único partido o condicionada por los regionales-puede hacer lo que quiera sin que los españoles puedan rechazarlo por lo menos hasta que se celebren las siguientes elecciones generales.

Por tanto, padecemos una cierta similitud con la Segunda República, donde el presidente no era elegido directamente por los ciudadanos sino por un colegio electoral donde dominaban los legisladores, con lo que tampoco conocían la división de Poderes, y cada vez que era elegido un nuevo Parlamento variaba sensiblemente la política que seguía el gobierno, hasta que estalló la Guerra.

Una solución sería la instauración de un Presidente de la República elegido directamente por el pueblo (en segunda vuelta si en la primera no alcanza la mitad de los votos emitidos; con ello estaría menos influido por los diputados regionalistas –quienes, recordemos, representan sólo a algunas Autonomías– que los actuales congresistas) y que gozara de diversas competencias: en primer lugar, comandaría las Fuerzas Armadas, lo que de una vez daría forma al actual contenido del artículo octavo de la Constitución, el cual sería interpretado -o dejado de lado-, si llega el caso, por alguien votado directamente por los ciudadanos.

Además, estaría obligado a convocar referendos vinculantes si así lo demandaran varios millones de ciudadanos; de este modo los votantes españoles, como en Suiza, Italia y otros estados, podrían rechazar o ratificar leyes de las Cortes y disposiciones del Gobierno, con lo que en momentos de crisis nacional no estaríamos pendientes de lo que hacen o no hacen los militares y el Rey. Por añadidura, los Tratados internacionales deberían ser siempre sometidos a un referéndum. Con todo esto, la Tercera República gozaría de un sistema de separación de Poderes del que careció la Segunda y los españoles tendríamos la oportunidad de decidir si las regiones de España imitan a Austria-Hungría, a Irlanda o a Finlandia.

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