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Pablo VI, un Papa incomprendido

17 de Agosto del 2014 - Manuel Robles

A Milán llegó una tarde lluviosa, con una maleta prestada de su hermano Francisco y un cajón de libros, desde Dante a Tomás Mann. Y su gran preocupación era dialogar desde la fe con ese mundo nuevo que venía, y que cada día se alejaba más de Dios. El 4 de enero de 1956, un día antes de su entrada en Milán, se quedó en el santuario de la Madonna dei Miracoli, y por su cabeza pasaron las escenas con las que se iba tejiendo su vida.

En su casa le llamaban “mingolino”, “mi pequeño”, nunca había tenido demasiada salud, pero fue un concienzudo estudiante. Le encantaba subirse a los árboles, invitar a sus amigos a casa y pelearse con algún amigo para defender a los gatos a los que su amigo maltrataba de vez en cuando. Su padre era un director de periódico al que había perseguido el fascismo de Mussolini, y su madre una mujer culta y muy piadosa a la que su hijo adoraba.

También le tiraron de las orejas en la escuela primaria del maestro Malizia. Los jesuitas de Brescia le enseñaron a escribir, y también su padre, que era periodista. Casi no estuvo en el Seminario a causa de la guerra. Ya de seminarista le hacía la homilía al párroco porque era un joven leído, maduro, docto y que escribía muy bien. Tuvo sus dificultades para ser cura por su falta de salud. Pero lo ordenaron y lo enviaron a Roma a estudiar. Le gustaban más las letras que el derecho y la filosofía, pero sobresalía en lo que tocaba. Allí lo ficharon para la Secretaría de Estado con 26 años y lo enviaron a Polonia.

Su estancia en Polonia duró seis meses. Pasó frío, pero sufrió la incomprensión de un compañero de la nunciatura. A su vuelta comenzó a trabajar con Tardini para el Papa Pío XII. Se llevó el único piropo conocido de Pío XII a un colaborador suyo. Un buen día este Papa le dijo a sus padres: “Habéis dado a la Iglesia un hijo que tiene muchas cualidades”. Ahora sabemos que los discursos de Pío XII los hacía Montini. También le encargaron ser capellán de los universitarios romanos y los metió por caminos de oración y de servicio a los más pobres. Formó a muchos universitarios que luego fueron las figuras políticas de la Italia de la posguerra.

Cuando lo enviaron a Milán, los “listos” del Vatiano pensaban que fracasaría. ¿Cómo un burócrata podía ser arzobispo de Milán?. Incluso su amigo Ottaviani le escribía cartas para que fuera un obispo “ortodoxo”. En cinco años la diócesis de Milán cambió el estilo pastoral. Se preocupó de la atención a los sacerdotes, promovió la construcción de parroquias, y puso en jaque a Milán con la gran misión del 57, donde la evangelización volvió al primer plano de la pastoral. A Montini no le gustaban las condenas, sino el encuentro y el diálogo, sin olvidar el servicio a los más necesitados.

Aquel niño, “mingolino”, que casi no había tenido salud, sería el sucesor de Juan XXIII. Finalizó el Concilio Vaticano II. Explicó qué era la Iglesia al hombre de hoy. Promovió el diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno. Reformó la curia romana. No quiso que los obispos fueran vitalicios. Centró la pastoral en la evangelización y en el diálogo. Sufrió con la Humanae Vitae, con la defección de tantos sacerdotes y con la muerte de su amigo Aldo Moro por los terroristas de las Brigadas Rojas. Sufrió, sobre todo, porque no le comprendían. Y murió sin hacer ruido, un 6 de agosto de 1978, rezando las oraciones que más le gustaban, el padrenuestro y el avemaría. Pablo VI no reformó la Iglesia con sus teorías, sino con su santidad que es la mejor teoría para que las cosas cambien.

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