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Jabalíes rondan por Cudillero

29 de Agosto del 2014 - Antonio Parra Galindo (Cudillero)

Bajé a tirar la basura y me encuentro casi tan grande como un buche a un enorme jabalí. Debía de ser hembra, porque a poca distancia y hozando de la fruta de los árboles distinguí cuatro o cinco más pequeños que debieran ser sus rayones. Gruñó un poco la gocha y se largó con sus gochinos hacia el camino al trote cochinero.

Era una noche de luna, precisamente la del 12 de agosto, Santa Clara. Me asusté un poco, pero aquella tarde había estado merodeando por las páginas de las Florecillas de San Francisco y pensé que aquella enorme fiera -un "aper" cuya carne sustentaba a los romanos y era la base de casi todos los banquetes- era mi hermano. Hermano jabalí, hermano lobo. Bajan de la montaña y en los huertos han causado grandes destrozos. A mí no me gusta la carne de cerdo, pero ellos son muy golosos y por aquí debe de haber mucha trufa.

Excavan grandes surcos entre la hierba o alzan y derriban las piedras del zarzo por donde pasaba la vereda de uno de los ramales del camino de Santiago. En esta parte de Asturias no hay bellota de encina, sólo de roble, y se hinchan a gallardones y bayas de laurel que si un humano las ingiriera enloquecería o moriría. Contento me tienes, puerco salvaje, que rondas mis noches, raza fuerte de la naturaleza. La cerda de mi vecino Manolín parió este marzo una reciella de jabatos y anda con la mosca en la oreja y la escopeta a mano. No lo hagas, Manolo. El gocho sólo es peligroso por noviembre cuando tiene el celo y el jabalí herido se revuelve mortífero, porque no hay bestia en la naturaleza más agresiva. Sólo entonces ataca al hombre y no te arriendo la ganancia.

He pasado mi vida entre jabalíes y peores fieras, pero la mano del Señor me salvó de la garra del león y del colmillo del marrano grande y de la lengua viperina, como explica San Marcos sobre los signos taumatúrgicos de la fe (XVI, 17-18), "a los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas. Tomarán en la mano las serpientes y si bebieren ponzoña no les dañará; pondrán la mano sobre los enfermos y sanarán".

Es la inocencia y la bondad que marcaron el ritmo de vida de los dos grandes santos seráficos de la Iglesia latina, en medio de un mundo que parecía tambalearse y cuajado de tinieblas, las que nos harán libres.

Pensaba escribir un cuento; ya tengo el título en inglés: "A boar in my field in the night of the super moon". Hermano jabalí, gracias por no hacerme daño. Hermana pobreza, hermano dolor, fuisteis siempre compañeros de viaje, no tengo ningún derecho a rechazaros.

Es bueno, contra lo que dice el refrán, echar de comer margaritas a los cerdos hasta que se harten, y escucho la voz de Dios que escuchó Francisco en la Porciuncula: "Francesco, pobre hombrecillo, deja de afligirte, ¿olvidas que yo soy tu Dios y que estoy acá? Yo te escogí para apacentar mi rebaño. Pero no eres tú. Es mi gracia la que te conduce. No evites la compañía de los mediocres".

Fue en la Nochebuena de 1223 cuando el gran santo italiano tuvo una visión y vio a Jesús nacer en el establo entre la mula y un buey, en medio de la tierna pobreza y el humo. Hermano lobo, hermano puerco, hermana alondra, hermano hombre.

El bicho que comía la fruta en el prado junto a mi casa se me figura que era el lobo de Gubbio, y como en aquella lejana Navidad del siglo XIII, en esta noche santa del siglo XXI, por las laderas del monte Arés resonaban -me pareció creer- los mismos cantos celestiales del monte Albano, donde se apareció el Arcángel San Miguel y Francisco hizo penitencia. Tomás de Celano, uno de los doce discípulos y primeros franciscanos, compuso el "Dies Irae".

La humanidad había recuperado su inocencia volviéndose mansa y humilde después de escribir sus "Florecillas", al igual que el puerco que rondaba mi jardín. Fuese y no hubo nada, y yo salí a tirar la basura tan campante. Francisco no era un filósofo ni un teólogo. Era un poeta y sólo os salvará, amigos, la poesía en este mundo tan complicado.

Aquella noche de Greccio, el humilde diácono se inventó un nuevo Dios. No el Dios amenazante que truena en el Sinaí, como dijo Castelar, sino un Dios manso y misericordioso. Ahora resulta que es nuestro hermano. Que todo lo hizo bien. Que todo está bien. Por eso veía reflejada su imagen en los pajarillos y flores hechos a su imagen y semejanza. Allí estaba el "poverello" durante la Cuaresma de la fiesta de San Miguel, en compañía de sus primeros frailes: León, Rufino, Ángel, Silvestre...

Por entre los riscos del monte Alvernia de los Apeninos, entre el Tíber y el Arno, bajó un serafín de seis alas. Tuvo la misma visión de Ezequiel. Quedó como transfigurado y al poco se desvaneció. Cuando volvió en sí, sus manos y sus pies y su costado aparecieron traspasados de las cinco llagas que tuvo Cristo en el Calvario, los famosos estigmas. Francisco desde entonces no pertenecía a la prudencia de la carne. No era de este mundo.

Marcó la ruta señalada por Jesús de no condenar, no aborrecer, perdonar y aquiescer. "La verdadera alegría está en llevar con paciencia y sin reniegos las adversidades y todas las pruebas a las que nos somete el destino".

Por eso, ni las hienas ni los lobos le causaron ningún daño. Tampoco el jabalí de la noche iluminada de Santa Clara, aunque soy un gran pecador, me lo hizo a mí. Cantemos a la hermana pobreza, al hermano sol y a la hermana luna. Este cántico nos hará felices.

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