Toros en la Vega

17 de Septiembre del 2014 - Julio Luis Bueno de las Heras (Oviedo)

Casi todos los pueblos tienen sus hábitos y sus tradiciones, pero no todas las tradiciones son igual de valiosas etnológicamente ni igual de respetables socialmente. Ni las tradiciones, por el mero hecho de ser tradiciones, pueden recurrir a esa moderna forma de acogerse a sagrado que es autobautizarse de cultura. Aunque sea como cultura popular, que es a la cultura lo que decía Clemenceau sobre fanfarria y tribunales militares con respecto a Música y Justicia con mayúsculas. No todas las tradiciones son Cultura, con mayúsculas, como no todos los garabatos de un niño o de un analfabeto son literatura.

Cuanto más primitivas son las tradiciones, más vinculadas van a la sangre, a las vulvas, a clítoris, testículos y cuernos, a la violencia de supervivencia con otras tribus o a la violencia ritual con esclavos, o con prisioneros. O con los animales. Distintas formas de orgía casquera basadas en el orgasmo del dolor.

Los pueblos antiguos, como el nuestro, andan –más por viejos que por virtud o sabiduría–, sobrados de tradiciones (no pocas muy dignas) y estando necesitados de explotarlas como industria de supervivencia –si es que el turismo de acampada y mogollón y la hostelería de tasca y “botellón” lo fueran–, esos pueblos –o al menos sus élites– deberían tener la suficiente visión y sutileza para ir depurando hábitos ancestrales, estereotipándolos inteligentemente y depurando de brutalidad rituales que tan elocuentemente dicen de la cultura, emotividad y sensibilidad de (¿buena?) parte de ese pueblo llano. Masacrar bichos, bien tirando cabras desde los campanarios, aplastando lagartijas, ligando pajaritos, apedreando gatos, ahorcando perros, ora degollando puercos, ora embolando, empalando, enmaromando, ahogando, acuchillando o alanceando toros, debe de ser, por suerte o por desgracia, algo muy nuestro, algo muy racial. Del genoma mismamente.

Ridículas quedan en este contexto las excusas ornamentales de pretender regular estas fazañas con cursis reglamentos de pretendida aureola culta, atemporal o arcaizante, sólo tolerable sin risión en pluma de ediles realmente sobrados en saberes. Cantoso parche resulta convocar congresos en los que algunos denominados expertos defienden –ahora desde la academia, no desde el tendido– el principio de que si no se crían animales, entre otros fines utilitaristas, por complacer a las masas con su sufrimiento y sacrificio ritual –caso de los toros de lidia, de acoso y de tortura–, muchas especies domésticas estarían en riesgo de desaparecer. (Reflexionen, respetados lectores, sobre algunas de las derivadas de este pensamiento tan eugenésico y conservador, a la par que tan conservacionista).

Si mis primitivos paisanos quieren poner en valor o comparar volúmenes de sus respectivas masas testiculares –la metáfora no va marcada ni en cuanto al género ni en cuanto al sexo: vale para aficionados y aficionadas– y quieren hacerlo midiéndose en buena lid con otro animal ritual, que no digo yo que no se encuentre en la frontera de lo exóticamente civilizado, no se acompañen de otros 499 lanceros para acosar en descampado a una bestia aterrorizada y progresivamente menguada por el sanguinario castigo. No monten el show de un seudotorneo medieval, quinientos frente uno. Tengan los santos cojones –oh, machotes míos, ambas metáforas tampoco pretenden excluir a algunas féminas– y aprendan a recortar toros en lugar de a cortar sus patas, rabos, orejas, cuernos y demás colgantes, bañándose luego con la sangre del morlaco y ofreciéndosela a vírgenes, dioses y santos, como los Conan del cómic cutre.

Lo de recortar al toro podrá gustar o no, pero al menos es de intrépidos y temerarios, de atletas, de artistas. Y de maestros, porque, además, se da oportunidad al aprendizaje del toro y el espectáculo crece en dificultad con las sucesivas cabriolas. Pero, en todo caso, háganse una buena póliza de accidentes para que la Seguridad Social de todos –taurinos y ataurinos– no tenga que apechar con las consecuencias presupuestarias de sus alardes.

En tanto la buena Europa que, sabiendo de antiguo tanto de toros y de cuernos –sigue llevando la cobardía en sus venas– no ayude un poco con una de esas directrices de obligado cumplimiento para pueblos en vías de desarrollo, seguiremos asistiendo, año tras año, a espectáculos tan anacrónicos y escandalosos como el del Toro de la Vega. Porque tratar de dialogar con tradicionalistas es como intentarlo con fundamentalistas o con nacionalistas. De poco sirven los frutos de la masa gris frente a las pulsiones y los fluidos de las vísceras. Y liarse a palos o a cantazos en campo abierto sólo sirve para incrementar el espectáculo bárbaro.

Mientras llega ese día, seguirá dándome algo de vergüenza ser de Valladolid, austera y sensata tierra, en la que hay un hermoso pueblo cargado de Historia (con mayúsculas) llamado Tordesillas, que está dando la nota. Un pueblo donde algunos parecen tener un problema que no se resuelve con diálogo académico o pelea de animalismo vs. humanismo, porque es un problema de mera civilización evolutiva.

A una mala, el tiempo juega a nuestro favor. O no.

(Jo, qué país).

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