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Becerradas, ensañamiento con crías

22 de Septiembre del 2014 - Juio Ortega Fraile (Vigo)

No necesitas ser torero profesional y ni tan siquiera amateur, basta con que estés allí y desees saltar al ruedo. Puedes hacerlo disfrazado, histérico, pendenciero, borracho, drogado o con antecedentes por haber quemado gatos vivos. Al igual que no se te exigen conocimiento ni experiencia en la lidia, tampoco se te piden sobriedad, decencia ni cordura. Lo único que no se te permite es que poseas el mínimo sentido del respeto o de compasión.

Un sorteo escoge al mozo y éste elige a los amigos que le ayudarán a torturar primero y a matar después. En sus bocas muecas que nadie se atrevería a llamar sonrisas y bajo sus corneas iris color sadismo. En sus cerebros estupidez y en sus corazones probablemente nada. El peor de los equipajes para quien sostiene en sus manos banderillas con arpones de ocho centímetros.

Y un becerrillo tan niño, tan inocente, que hasta que el primer trozo de metal se clave en su cuerpo todavía pensará que allí también va a poder divertirse y que esos hombres son sus compañeros de juegos. Del mismo modo que en esa etapa de su vida jugarían, en cualquier lugar, nuestro cachorrito de perro o nuestro hijo pequeño.

El juerguista y sus amigos saben que, como mucho, podrán recibir un golpe de esa criatura, un revolcón, pero jamás una cornada grave. Cuanto más cobarde es un violento más indefensa será la víctima que escoja, sea cual sea su especie. Y cuando la ruindad dicta los deseos, la brutalidad los actos y el alcohol los reflejos, el resultado es que ese pobre animal, antes de morir desangrado, de hacerlo a patadas o con el cuello partido, que de todo hay en las becerradas de Algemesí, irá atravesado en un costado, ensartado en las patas o clavado en la cabeza, como si de una partida de dardos en un bar se tratase y su cuerpo fuese la diana. Y después llegará la espada, el acero en las manos de jóvenes que no sólo ignoran los conceptos piedad o empatía, sino también la anatomía de ese animal tembloroso, aterrado y herido al que están martirizando, por eso prueban a hundirla donde sea, en cualquier lugar, pensando que en algún momento qué más da que sea tras cinco o quince estocadas -, tendrá que morir.

Y ese es su final. Así acaba el becerrito que entró allí con ganas de jugar: agonizando sobre un charco formado con su sangre y sus lágrimas, muriendo bajo las carcajadas y las babas de sus asesinos. Realmente es difícil concebir una combinación más perfecta y estremecedora de brutalidad física y moral. El asunto de las intoxicaciones etílicas merece una reflexión aparte, porque con la cuarta parte de tasa de alcohol en sangre que muchos de los que saltan al ruedo presentan les estaría prohibido conducir un vehículo, sin embargo pueden destrozar despacio a un animal capaz de sentir.

No hay maltrato bueno, no hay ensañamiento disculpable ni justificación alguna para convertir el sufrimiento de un inocente en espectáculo, pero cuando ese inocente es prácticamente un niño, un cachorro, resulta todavía más vergonzoso, más detestable.

Eso, pero sin la lejanía de una pantalla de ordenador y sin el anestésico que existe en la descripción de una realidad y del que carece su visión, son las becerradas de Algemesí. Vete esta semana que ahora comienza a verlas y podrás oler las borracheras y tocar la vesania de los hombres, vete y podrás masticar el miedo y el dolor de los becerritos. Vete y comprobarás como la crueldad y la cobardía hermanan a muchos pueblos de España. Ayer Tordesillas, hoy Algemesí, mañana ¡Tantos!

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