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Grisha y Beatrice

25 de Octubre del 2014 - Enrique Álvarez-Santullano Fontaneda (Oviedo)

Si escribo que Grisha y Beatrice vivían felices en una casa de campo rodeada de suaves colinas en la Toscana, esto parecería el comienzo de una hermosa historia de amor. Pero es una historia real, y Chatwin, Ondaatje, Smith, Miller, Carrere, Cunningham, Juan Gabriel Vásquez, Vila-Matas, Mangel, Pamuk, Isabelle Rossellini, Pérez Reverte, Almodóvar, Bertolucci y Banville pueden dar fe de ello. A sus 84 años, nuestra protagonista, la baronesa Beatrice della Monti, pasea inadvertida su elegante belleza entre furgones de policía, vallas azules, cintas que cortan el paso y hacen fronteras entre buenos y malos, esculturas de colores, móviles en función de cámara fotográfica, reyes, jardineros y hojas secas sobre el asfalto cortado al tráfico de esta ciudad. Y yo la he visto. Totalmente ajena a este circo, me pregunto qué pensará de estos tiempos. No sé si se situará bajo la lámpara del teatro o junto a la fuente donde, en lugar de gaitas, se toca la cacerola en mi mayor. Ha venido invitada por John Banville, que como gran narrador y maestro zen dice más con lo que omite que con lo que ha contado a los asturianos estos días. Y el resto está en “El mar”, “Los infinitos”, y en “Antigua luz”. Beatrice es la viuda de Grisha, Gregor von Rezzori, nacido hace justo cien años en Bucovica, región oriental del antiguo Imperio austrohúngaro que hoy pertenece a Rumanía y antes al imperio soviético, que estudió en Viena y vivió en Bucarest, París y Berlín y que escribía en alemán aunque dominaba el francés, inglés, rumano, ucraniano, polaco, yiddish e italiano. Von Rezzori pertenece, junto a Joseph Roth, Sandor Marai, Robert Musil, Curzio Malaparte, Stefan Zweil o Nabokov, al admirado grupo de escritores que no pudieron morir en el país donde nacieron porque sencillamente éstos ya no existían. Quizás haya sido el menos reconocido de ellos, pero es una delicia leerlo. Todos fueron testigos de la decadencia de una época y de la pérdida de unos valores que en los tiempos que corren nos suenan a chino: el honor, la amistad, el saber perder, la integridad, la elegancia, el respeto por la cultura, la importancia de la educación. Y nos avisaron de lo que pasaría y luego se cumplió. Cuando releo a estos autores, me da miedo lo perdidos que estamos en estos días y encuentro muchas semejanzas entre el desconcierto actual y los hechos ocurridos hace un siglo. Que John Banville haya llenado los teatros en su visita a Asturias es un clavo ardiendo al que me agarro. Que haya invitado a Beatrice, ¡madre mía, qué nombre tan bonito!, una declaración de intenciones. Quizás haya lugar para la de esperanza. Si la ven por la calle, párense a hablar con ella. La reconocerán fácilmente. Noelia Hermida lo hizo. Y lo contó en La Nueva España.

Enrique Álvarez-Santullano Fontaneda,

Oviedo

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