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Cloacas vaticanas

8 de Diciembre del 2014 - Francisco Javier Prieto Gancedo (Corvera de Asturias)

Me causa cierta sorpresa leer alguno de los artículos vertidos estos últimos acerca de la beatificación del papa Montini, hoy ya convertido en San Pablo VI, y concretamente las referencias que muchos de ellos hacen al carácter anticapitalista de dicho pontífice; reconozco que estos momentos de júbilo cristiano inciten a los opinadores a la exaltación de la figura de ese Papa, pero la objetividad está por encima de todo, y me veo en la obligación de darle a la tecla para aportar mi modesto granito de arena sobre lo que aconteció en Italia, y concretamente en el Vaticano, durante el mandato de Pablo VI y que, como muchos lectores saben, desembocó en el mayor escándalo de corrupción que vivió la Iglesia en los tiempos modernos.

La corrupción es más grave que el pecado, decía hace pocos días el papa Francisco, y pudiera ser que su subconsciente viajara hasta 1955, año en el que comienza esta historia. Corrían tiempos difíciles para la Iglesia en Italia. La Democracia Cristiana sufría una considerable sangría de votos a causa del descontento generalizado de la sociedad, que comenzaba a ver al renovado Partido Comunista como una opción más; esto hizo que el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, de 58 años de edad, solicitara la ayuda de Michelle Sindona, brillante asesor fiscal e influyente miembro de la logia Propaganda Due, con el propósito de animar a los grandes empresarios italianos a encauzar el voto obrero hacia los conservadores cristianos.

Sindona era siciliano, íntimamente ligado a los jefes más poderosos de los clanes mafiosos, tenía una habilidad extraordinaria para los negocios, la especulación y para moverse como pez en el agua por los vericuetos de las finanzas; aparte, era miembro de P2, organización a la que también pertenecían jefes militares, los propios capos de la mafia, miembros de la inteligencia italiana, banqueros, políticos, periodistas y, cómo no, obispos y cardenales. El fin último de esta organización era hacerse con el control político y financiero del Estado italiano instaurando un régimen al estilo Mussolini; el “matrimonio” Sindona-Montini no tardaría en consolidarse convirtiéndose el primero en el banquero del Papa, con total libertad para hacer rentables los fondos vaticanos.

Todas las entidades financieras del pequeño Estado católico estaban aglutinadas en el Instituto para las Obras de la Religión, si me permiten la traducción, cuyo jefe era un fornido obispo estadounidense llamado Paul Marcinkus, miembro de P2 al igual que Sindona y futuro socio de éste en todo tipo de negocios. Negocios que iban desde inversiones en fábricas de preservativos, hasta la evasión masiva de capitales hacia paraísos fiscales como Bahamas o Suiza; todo ello directamente unas veces y otras a través de sociedades fantasma creadas para tal fin.

El banco vaticano. Un poderoso banco en el corazón de Italia, pero exento de control fiscal por parte de las autoridades. Imagínense el pastel. La mafia había encontrado un filón descomunal para el blanqueo de millones y millones de dólares procedentes de los negocios más sucios que se puedan imaginar. Sindona y Marcinkus se frotaban las manos, y Giovanni Montini, ahora ya Pablo VI, no daba crédito a la rapidez y generosidad con que los depósitos vaticanos se incrementaban (“No sólo de avemarías vive la Iglesia”, le respondía Marcinkus al Papa cuando éste ponía en duda la ética de estos extraños movimientos de divisas).

Pero la cosa se complicaba; los asesinatos de jueces, abogados, policías y periodistas no bastaron para amedrentar a las autoridades en su propósito de dar caza a toda esta banda, y el cerco se estrechaba cada vez más. El globo estalló y los principales actores de la película acabaron asesinados. El “crack Sindona”, como así se bautizó este oscuro pasaje de la historia reciente de Italia y de la Iglesia católica había hecho tambalearse los cimientos de toda una sociedad pulcra y recatada. El financiero siciliano, envenenado en la cárcel; Calvi, presidente del Ambrosiano, colgado en un puente de Londres; el Papa, a un paso de la renuncia, y Marcinkus atrincherado tras los muros de la pequeña ciudad-estado con una orden de búsqueda y captura sobre él.

Curiosamente, y con el paso del tiempo, un nuevo Papa, polaco para más señas, convertiría a este sujeto, Paul Marcinkus, en su guardaespaldas personal, intérprete y mano derecha en muchos de sus desplazamientos.

Éstos son los santos de la nueva Iglesia, los que lucharon contra la corrupción de la que hablaba Francisco, aunque desde una perspectiva muy particular: los que ahora reciben alabanzas de los mismos que se olvidan de que entre Pablo VI y Juan Pablo II, hubo otro Papa, Albino Luciani, un pequeño hombrecillo del Norte que se quedó escandalizado cuando tuvo acceso a todos los informes sobre las finanzas vaticanas de los últimos años.

Juan Pablo I decidió limpiar las cloacas vaticanas, pero “II potere occulto” se encargó de que durara poco más de un mes. “San Pedro no tenía cuenta bancaria”, le espetó un día a su secretario de Estado; por cierto, frase ésta que algunos quieren atribuir al actual papa argentino, que simplemente se limitó a tomar prestada.

Albino Luciani era un verdadero cristiano, es decir, un seguidor de Cristo, un hombre pobre que donaba automáticamente todo su sueldo a obras de caridad, un santo en vida, un mártir porque murió por querer desenmascarar a una banda de mafiosos que robaban el dinero de los más necesitados, y lo hacían desde dentro. Una figura relegada por la Iglesia al ostracismo, que gracias a su Dios, al verdadero, acabará haciéndosele justicia. Mientras tanto seguiremos leyendo lo que los escribas del Vaticano nos ofrezcan en ese continuo cantar de los cantares lleno de alabanzas a los nuevos beatos del siglo XXI.

Un cordial saludo.

Francisco Javier Prieto Gancedo,

Corvera de Asturias

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