La cocina francesa de principios del siglo XX
De todas las cocinas europeas de altura en los años de los albores del siglo XX, hay una que destacó por encima de todas, por tradición, por honor, por estilo y por sabor…Y ésa es la francesa.
En este tiempo de incertidumbre en el que la aristocracia nobiliaria dominaba los salones, los ambientes, las ciudades, la sociedad y, en definitiva, las relaciones comunitarias, la cocina y, por lógica, los alimentos con historia tenían un destino de consumo que era esa clase social tan marcada y definida en esa Francia de principios del siglo XX. La Gran Guerra –actualmente se conmemora su centenario– entre las potencias europeas –Alemania, Francia, Gran Bretaña– y Estados Unidos entre otros países… dejó una impronta negativa por la devastación sufrida en vidas humanas, especialmente, y en la destrucción de ciudades, pueblos y monumentos. Una geografía dolorosa, letal, triste, amarga que transformó el anterior orden establecido y cambió notablemente la cotidianidad social y económica.
Este conflicto sirvió en parte para dejar a un lado a aquella aristocracia elitista y recuperar, si cabe, una burguesía incipiente que vertebró a las clases medias. Y esta realidad se transformó en una sociedad más democrática y participativa. Y en este sentido la cocina, en su acepción amplia, los buenos alimentos, comenzó a aproximarse a más ciudadanos. Los palacios y las casas señoriales donde los cocineros de renombre elaboraban sus propuestas dejaron paso a los nuevos hoteles con comedores amplios para la nueva burguesía y clases sociales altas.
Subtítulo: La que significó la figura de Augute Escoffier
Destacado: En esta época se introdujo el menú a la carta y el menú de temporada, ideas plasmadas en teoría por el estudioso de la gastronomía francesa Anthelme Brillat-Savarin
Y aquí, en este panorama, surge la figura sobresaliente de un profesional de los fogones llamado Georges Auguste Escoffier, un francés avanzado para su época que se hizo cocinero gracias a un tío suyo que regentaba un restaurante en Niza. Allí, con 13 años, actuó de pinche y participaba en todo el entramado cocinero. En ese local siguió hasta que estalló la guerra franco-prusiana de 1870. Escoffier se hizo cocinero en el ejército y en el frente experimentó la técnica de las conservas en lata. Tras la contienda, abrió un restaurante en Cannes, el Faisán de Oro; de aquí a Montecarlo, al Gran Hotel, y después se asocia con el empresario César Ritz. Tras un tiempo en el Hotel Savoy de Londres, abre con su socio el Hotel Ritz de París en 1898.
En ese recorrido frenético por hoteles emblemáticos donde la cocina tenía más peso que las propias habitaciones, creó diferentes platos con toque universal como el popular Tournedó Rossini en honor del compositor italiano, y el melocotón Melba en homenaje a una soprano australiana de ese nombre. Y así infinidad de recetas con productos básicos de la rica despensa francesa.
Los primeros años del siglo son básicos en la trayectoria de Escoffier. En esta época introdujo el menú a la carta y menú de temporada, ideas plasmadas en teoría por el estudioso de la gastronomía francesa Anthelme Brillat-Savarin, cuyas conocidas meditaciones sobre la cocina francesa sirvieron al cocinero Escoffier para plantarle cara en los fogones y lograr platos imposibles y con una calidad organoléptica total para aquellas fechas. Hoy esos trabajos coquinarios siguen presentes en las mesas más notables de muchos renombrados restaurantes.
Y en contraposición a estas líneas de cocina hotelera hay que hacer hincapié en lo que se comía en las trincheras. Aquí pongo un ejemplo.
500 gramos de carne fresca o conservada, ración día y soldado. 560 gramos de pan o libra de galleta o harina. 113 gramos de bacon. 85 gramos de queso, 17 gramos de té, 113 gramos de jalea, 85 gramos de azúcar, 14 gramos de sal, pimienta y mostaza, 220 gramos de vegetales frescos o deshidratados, 142 mililitros de zumo de lima, 56 gramos de tabaco (semana). En muchos casos los soldados se quejaban de la poca cantidad y mala calidad del rancho. Y cuando los alemanes bloquearon por mar el paso de barcos y la comida escaseó, se las ingeniaron con una sopa de guisantes en lata con algunos trozos de carne de caballo. Y el pan se reemplazó por nabo desecado… Los artistas del ayuno, que así llamaron a muchos soldados ingleses, sobrevivieron a esos difíciles momentos en una realidad negra e imposible. Ante estos hechos, 200.000 soldados elevaron quejas al Ministerio de la Guerra por esa situación despreciable y heroica… Los mandos superiores recibían mejor rancho.
Y volviendo a Georges Auguste Escoffier, en el Ritz de Londres se llevó a efecto un homenaje a este cocinero… Los iniciados pidieron para cenar saumon marquise de Sevigné, filet de sole Romanoff, poulet en chaud-froid. Luego pêche Melba… Auguste era un genio. Cuando le preguntaron si le agradaría trabajar como cocinero de un rey, contestó sonriendo: “No creo que ningún rey pueda pagarme el sueldo que ahora gano”. El chef de la grande cuisine, maestro de la gran cocina. Al condecorarlo con la orden oficial de la Legión de Honor en 1928, el presidente francés Herriot dijo de él que no sólo era el mejor cocinero del mundo sino un hombre de corazón. Eran los rélevés, las entrées, los rotis, los entremets, el foie, las trufas, las miríadas de salsas… Tanta ciencia y tanto arte los trasladó a los libros. En el periodo que va de Napoléon III a la I Guerra Mundial, el chef Escoffier es reclamado por reyes y príncipes, por aristócratas rusos y grandes duques alemanes.
Le encantaba gastar bromas sutiles a los comensales ingleses. Un día preparó ancas de rana, tan deliciosas y tan disimuladas que hicieron las delicias de sus clientes, que no cayeron en la cuenta de lo que habían comido. Ya se sabe que ingleses y ancas de rana… Y en este sentido G. Auguste Escoffier nunca buscó la fama, la publicidad, la popularidad. De pelo blanco, mostacho y penetrantes ojos negros, tan sólo pedía un cliente satisfecho y nada más.
Su biógrafo Timothy Shaw escribe que más parecía por su elegante y sobrio atuendo un hombre de letras o un viejo estadista. Tenía mal genio. Cuando alguno de sus cocineros metía la pata, le tiraba de las orejas en medio de una monumental bronca. Después, más calmado, volvía para explicarle de forma más racional el error que había cometido. Era un hombre atento, compresivo y discreto. Recibió muchas confidencias pero nunca se fue de la lengua. No le gustaba hablar de sí mismo, ni del pasado ni de los demás. Antes de Escoffier el chef era un ser poco menos que marginal, un cualquiera; después, un héroe, un tipo importante, un artista. G. A. Escoffier murió en Montecarlo, a los 88 años, tras una decadencia un poco triste alimentada y conservada por el alcohol. Se había retirado en 1920. Cuando se hundió el “Titanic” en abril de 1912, fue el único que se acordó de los cocineros del barco. Murieron todos, excepto uno. Publicó un artículo necrológico sobre todos y cada uno de ellos. Ése era el hombre al que el presidente Herriot definió como homme de coeur –hombre de corazón–, lo mismo que hizo el káiser Guillermo II emperador de Alemania. “Es usted el emperador de los cocineros”.
Un cocinero, para mí, trascendente y que marcó toda una época en el universo de la cocina.
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