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Apología del delincuente

10 de Noviembre del 2014 - Julio L. Bueno de las Heras (Oviedo)

Por si hay algún fiscal que no esté ocupado siguiendo atentamente, por encargo del Gobierno, si lo de Cataluña es una pitufada (genial, como siempre, “La Tira” de LNE), o una mordida más del “negoci”, o una obra maestra, o el triunfo de la libertad, o una machada, o una acto litúrgico o el capítulo número 1 de un golpe de Estado (o de régimen) por entregas –otro más (23F, …11M,… 9N) en nuestra más reciente historia– , querría ir un poco más allá de la lapidaria versión que Concepción Arenal hiciera, hace más de un siglo, del amoroso mandato evangélico con su paradójico reto “Odia el delito y compadece al delincuente”, sutil forma de externalizar responsabilidades. Y querría hacerlo sin incurrir en la apología del delito o en la comprensión y, menos aún, en la complicidad con el delincuente.

Con lo dicho como escudo, añado: admiro a algunos delincuentes, presuntos, convictos o confesos. Siento por ellos la misma admiración objetiva y fría, al margen de toda valoración moral, que siente un entomólogo por la eficacia asesina de la abeja asiática. O la que se puede sentir por esas fieras sanguinarias de certero acoso e inmisericorde capacidad de caza con garras, colmillos, quelíceros, aguijones o esporas. Saben lo que tienen que hacer y lo hacen a las bravas, sin temblarles el pulso. Y a veces hasta lo bordan. Son entes “profesionales”, fatales, expertos y eficientes. Como los roqueños pistoleros de fulgurante desenfundar. O como esos tipos capaces de cosechar y mover millones en sacas y con escolta. Y con arrestos para abroncarnos desde la convicción de su bestial superioridad como amos predadores incuestionados e incuestionables.

Si no fuera por no herir sensibilidades y no parecer irresponsable o inmeditadamente provocador, pondría otros ejemplos. Ésos en los que está pensando el lector. Y diría, también, que me sobrecoge y me admira etológicamente la delincuencia de los delincuentes reflexivos, de los que delinquen no por debilidad o arrebato, sino como consecuencia y en coherencia con unos designios, unas convicciones fanáticas o disciplinadas. A veces a cara descubierta. Y me admira y me deprime y me asusta más, etológicamente hablando, cuando estas patologías resultan vencedoras una y otra vez frente a una naturaleza debilitada, abotargada, inane o huidiza. Como también me admira y me reconforta infantilmente cuando –desde el reino animal a la amenaza terrorista– el zapato encuentra su horma y a la prepotencia inhumana de las fuerzas de la naturaleza desatadas se enfrenta una reacción digna y enérgica, capaz de frenar, retener, vencer y poner en fuga al agresor. O de arrinconarlo y exterminarlo. Desde la metáfora a la literalidad.

Lo que me provoca asco, antipatía y rechazo –etológica o sociológicamente hablando– frente a los que tienen principios deleznables, son los predadores oportunistas y la gente con carencia de principios. Lo que me da arcadas es la cobardía para defender los principios que en algún momento se tuvieron y se transaccionaron o se arrojaron a la papelera de las desvergüenzas o se arrinconaron en el cajón de las traiciones. Lo que me da miedo y auténtica sensación de desvalimiento es la sospecha de que, tras la apariencia de cobardías sobrevenidas, se da el enmascaramiento doloso de principios ocultos, propios o pactados o impuestos en hojas de ruta desconocidas, fedatadas por observadores desconocidos y custodiadas física o figuradamente en ámbitos también desconocidos. En el reino animal, racional e irracional, me parecen odiosos los camuflajes y los mimetismos predadores.

Y me hace sentir un miserable imbécil la sospecha de que estamos en mundos paralelos. En uno se juegan los rituales de la democracia y en otros se deciden los destinos de los idiotas que creen vivir en una democracia. Habrá reforma constitucional.

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