Sor Julia, no acertó sobre mí
Que el cielo la juzgue, sor Julia, del Colegio la Milagrosa. El 1 de agosto, con sorpresa, veo que en este prestigioso periódico se le dedica toda una página, fotografía incluida. Va a cumplir 90 años y sigue tan dura por fuera y por dentro como cuando tenía 27 años, jactándose de que los niños lloraban porque les hacía estudiar.
Fui alumno de ese colegio y me dieron clase sus compañeras sor Blanca y sor Benilde, encantadoras, dulces, humildes y que sabían entender a los niños que por aquel tiempo no superaban los 9 años de edad. En el último curso, desgraciadamente, tropecé con usted.
Han pasado 53 y la recuerdo perfectamente cómo era: alta, delgada, de rostro impenetrable, nunca una sonrisa le vi. Yo era un crío inquieto, nervioso y travieso, pero no malo.
Un día le pedí ir al servicio, era algo urgente, tras negármelo repetidas veces opté por ir sin su permiso. Cuando volví, me levantó por las orejas y tiró hacia arriba con tal fuerza que sentí perderlas, después, no contenta con ello, me colocó una especie de sombrero con orejas de burro y me obligó a pasear por la clase de las chicas. Las risas y la humillación fue muy grande. Desde aquel día mi sitio era atrás de la clase, tomando todo tipo de represalias hacia mí cuando algo anormal ocurría en el aula, fuera o no yo el culpable. Intenté hacer las cosas lo mejor posible, pero fue inútil. Para usted todo lo hacía mal. Perdí el interés en la clase, ya no estudiaba y me distraía con cualquier cosa. Los castigos eran continuos.
Espero que se acuerde como yo de aquellas bandas en las que se podía leer: «Matrícula de honor», pero también de las que, siendo negras, se advertía «Mal estudiante» y «Desobediente», las cuales usted nos colocaba y debían ser vestidas hasta nuestra propia casa, ya fueran como premio o como castigo. ¿Nunca se imaginó la vergüenza y humillación que un niño de 9 años podía sentir?, ¿y más aún acompañado de otro compañero vigilando para que no nos la pudiéramos quitar por el camino?
Al llegar a casa, mi pobre madre, que a pesar de su juventud, estaba muy enferma del corazón, recibía el gran disgusto. Esto me ocurrió sólo una vez, ya que a la segunda, tomé una drástica decisión, sintiendo tanta injusticia y humillación, y, en especial, el sufrimiento que se llevaría mi madre, intercambié la banda con el «compañero». Cuando antes él reía, ahora, con la banda negra, lloraba de vergüenza, algo que yo sentí cuando me aplicó el castigo.
Cuando usted se enteró, avisó a mi madre y delante de mí le espetó: «Este niño ni estudia ni deja estudiar. El próximo junio no lo presento al examen de ingreso al instituto, ya que nunca sacará nada de él, y lo que es peor, es malo y hace malos a los demás. No lo quiero más en este colegio». Mi madre lloró en silencio, era muy religiosa, no dijo palabra alguna por respeto a sus hábitos. Cuando llegamos a casa, no me reprendió, sabía que mi disgusto también era grande. Es muy cruel hablar así a una madre de su hijo.
Mis abuelos contactaron en junio con un gran profesor: don Recaredo, hombre sabio y recto. Este hombre dedicó en mí lo que usted nunca me quiso brindar: paciencia, tiempo, comprensión y conocimiento. Siempre le estaré agradecido.
Dos meses después aprobé el ingreso en el instituto. Corrí con alborozo hacia mi madre con la famosa cartilla azul, ¡su hijo había aprobado! Dos meses después, falleció con tan sólo 34 años, pero sabiendo que su hijo, al contrario de lo que usted le dijo, no era malo y muy lejos de hacer mal a nadie.
A lo largo de mi vida, he desempeñado varios trabajos, los últimos 33 los dediqué a la banca, siendo objeto de varios premios. Hoy, a mis 62 años, estoy casado y tengo dos hijos, los cuales nunca me dieron un disgusto y sigo viviendo en mi Oviedo.
Sor Julia, creo que no acertó en sus desafortunadas previsiones sobre mí.
A usted le sobra soberbia y le falta caridad, y, curiosamente, pertenece a las Hijas de la Caridad.
Que el cielo la juzgue.
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