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África: naturaleza, vida y muerte

17 de Noviembre del 2014 - Agustín Acebes Fuertes (Gijón)

Había leído en libros de viajes que ese continente tenía un olor especial y creo que estaban en lo cierto. Huele sobre todo a tierra, a una inmensa sabana de llanuras infinitas salpicada de aisladas y coquetas acacias. El ciclo de la vida alterna aquí inmutable, sin mediación humana. Los rayos de las tormentas incendian la hierba crecida y seca para, rápidamente, germinar gramíneas nuevas y verdosas. Un relevo de muerte y vida, una alternancia imprescindible para la subsistencia de flora y fauna.

Y al poco, de repente, la tierra árida permuta en agua. Ahí enfrente, el gran lago Victoria. Un enorme charco de agua dulce, inmenso, con olas y horizonte, tal fuera un océano que no es, con playas de arena blanca y pescadores tirando sus redes, sudorosos, con ese olor a cuero viejo que impregna su humana presencia; y sobre todo niños, muchos niños de sonrisa amplia y mirada pícara y empática. ¡Cómo seduce la cara de esos niños!

Huele a sangre de la caza por la supervivencia. De la cebra descuartizada saciando el apetito de una manada de hienas o de leones, una vez finalizada la lucha a muerte, salvaje, pero necesaria. Llega el hedor de unos restos de carroña que son festín para una familia de buitres y se palpa el miedo de la enorme manada de ñus, alineados en interminables filas, en búsqueda de hierba fresca, en su migración rotatoria y periódica, sabiendo que alguno de ellos pagará el precio de acabar en las fauces de los cocodrilos que los aguardan allí abajo, mimetizados y quietos, en las márgenes del río.

Una rutina cotidiana de supervivencia, de lucha para saciar el hambre, que pone su epílogo cada jornada con un ocaso cada día más hermoso, con el Sol desmoronándose y escondiéndose para brotar fuerte en el nuevo día.

Enormes rebaños de vacas y ovejas pastoreados por la tribu nómada más emblemática: los masáis. Altos, flacos, desgarbados, danzando, brincando y agradeciendo una propina por dejarse fotografiar sus piruetas. Ellos también han aprendido que nada es gratis, incluso en estos remotos lugares del planeta.

Animales, tierra, lagos, sol, estrellas... naturaleza y vida en estado puro, eso es África. Pero en este continente también hay muerte y drama. La muerte necesaria para la subsistencia de la fauna depredadora y el mantenimiento de las especies. Pero ha ido surgiendo otra muerte más cruel, que se ceba con hombres, mujeres y niños. Unas poblaciones vulnerables por su pobreza extrema y su imposibilidad para acceder a recursos terapéuticos mínimos.

No sólo la malaria es endémica y causa estragos, sino que han surgido otros enemigos más sutiles y mortíferos. El virus del Ébola ha castigado periódicamente el continente, pero nunca con la virulencia que lo está haciendo ahora en los países occidentales. La parte oriental (Kenia, Tanzania...) ha reaccionado cerrando fronteras y, de momento, permanece indemne. Sin embargo, no pudieron evitar otro enemigo que ha diezmado su población durante los últimos años: el sida. Se calcula que hasta el 80% de la población es portadora del VIH en algunas zonas y los antirretrovirales, aquí, son un lujo inalcanzable. Han tenido una altísima mortalidad de personas jóvenes en una población que ronda una esperanza de vida de unos 55 años. Eso ha desembocado en otro drama añadido: una alta tasa de orfandad.

En un reciente viaje a esas tierras, la experiencia más dura fue la visita a un orfanato en una aldea keniana, al lado del lago Victoria. 150 niños/as bajo la tutela de una heroína: Mrs. Jane, una viuda de 45 años que, junto a su hijo de 18 y un puñado de voluntarios, se ha empeñado en luchar para que esos niños tengan educación básica, alimentación y un futuro. Sus padres fallecieron de sida, y no parece que las ayudas oficiales lleguen suficientes. Esa mujer alta y fuerte, robusta como un árbol, rompió a llorar cuando nos comentó que sus “hijos” están al borde de la hambruna. Ellos, como todos los niños africanos, sólo se preocupaban de cantar y bailar para nosotros, sus huéspedes, a los que de forma seductora iban invitando a participar en sus bailes y aplausos.

Cuando ves y oyes esas cosas, nuestra “crisis” y sus problemas suenan a broma macabra. Ellos, con un puñado de dólares, montan una escuela y dan de comer a toda esa tropa. Pero no vimos ni una sola cara de aquellas criaturas que no estuviera contenta y encantada por la visita de unos “blancos” con sombreros. Para ellos, unos invitados algo raros. Para nosotros, una huella imborrable en el alma.

Agustín Acebes Fuertes, neurólogo

Gijón

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