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Caballeros, soldados y esclavos

18 de Noviembre del 2014 - Jaime Díaz Espina (Oviedo)

No hace mucho tiempo, escuché la historia de amor de boca de uno de esos soñadores de los de antes que, con voz tenue a la vez que severa, comenzó diciendo: ... Sentado en su vieja mecedora, con su pipa en la boca y los ojos mojados, hablaba de ella como se habla del primer amor. Con sus labios la elogiaba, la deseaba más que a cualquier época futura o pasada, la sentía como la extremidad que movía el resto de sus extremidades, la veía en sus sueños presentes y en los recuerdos de los años y años que con el tiempo habían ido pasando. Me contó cómo, cuando era niño, todas las mañanas estaba trabajando en el campo pensando en ella, esperando a que llegara la tarde para ir a la escuela a sentarse en el pupitre con ella. Me habló de su juventud, cuando se movía en aquellos famosos grupos universitarios con los que comenzó a conocerla más, y empezó a enamorarse perdidamente de ella. Él era todo un caballero, dueño de sus proyectos, dueño de sus silencios. Luchaba contra regímenes y gobiernos. Era un verdadero caballero andante de novela caballeresca, que cabalgaba por el tiempo buscando liberarla de sus opresores. Ya en los primeros años como adulto decía que ya habían pasado los años de ondear las banderas. Él ya no era aquel caballero andante, pero a pesar de ello nunca se separó de ella. Trabajaba como soldado: ocho horas al día oficiales y otras tantas extraoficiales en su casa. Con ello traía dinero a casa, e intentaba con él tenerla contenta con pequeños ratos sentado contemplando los atardeceres. Mirando los horizontes marinos llenos de todo y a la vez de nada. Viajando de un sito para otro. Era en esos momentos cuando ella estallaba de júbilo y gritaba, gritaba de felicidad desde lo más hondo de su alma en el que estaba aprisionada. Por último recordó la vejez; él había madurado, había envejecido. Dejó de ser soldado para convertirse en un esclavo de sus años. Ella se había marchado. Los viajes no la retuvieron, los atardeceres no le bastaron. Marchó buscando otros soñadores. Desde la ventana del tercer piso de aquel asilo, conjuraba a la Luna para que se la devolviese, y con el puño en alto y los ojos encharcados se le oía gritar: Todos tenemos algo de este soñador dentro. Pensamos que la libertad la poseemos desde siempre. Que sólo hay que alienarse con lo que pasa en el mundo, porque lo de afuera no afecta a mi ser libre. Sin embargo, podemos olvidar que la libertad se va conquistando poco a poco, día a día, y que si no luchamos por lo que creemos al final de nuestros días nos veremos postrados por los años, esclavos de nuestros silencios sin ser ya dueños de nuestras ideas.

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