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La tristeza otoñal

6 de Diciembre del 2014 - José Antonio Flórez Lozano

“El hombre melancólico es el que está más profundamente relacionado con la plenitud de la existencia”. Guardini.

“Toda la vida es sufrimiento”

Príncipe indio Siddarta (siglo V a.C.)

Me gusta el senderismo y el otro día, recorriendo una senda flanqueada por abedules de corteza de plata, caminando sobre el follaje, viendo los arces vestidos de rojo sobre el fondo de una cascada y contemplando cómo caían sus hojas con delicada suavidad, me sorprendió una idea de tristeza y melancolía. Pensé, sin duda, es el otoño que impregna de tristeza toda la naturaleza hasta el propio ser mientras sigue su curso crepuscular, con los días a paso lento y en caída cansina las hojas del árbol. Un frescor húmedo flota en el ambiente del bosque. Tal vez los árboles, antes de entregarse al letargo invernal, quieran despedirse con un derroche de colorido fulgurante. El otoño es plenitud cromática. Los hayedos, por ejemplo, han enrojecido y los robles aún mantienen el oro de sus hojas ofreciendo al caminante del bosque un fastuoso espectáculo cromático que despierta nuestros sentidos. Escenarios naturales de un estallido de colores anaranjados, amarillos y rojizos que contrastan con el verde intenso de los musgos y el gris plateado de las hayas. En fin, un enigmático reino de sombras que parece evocar mundos mágicos, poblados de duendes, gnomos, hadas y ninfas. Árboles caducifolios –hayas, castaños, robles, fresnos, olmos, arces, avellanos...– lejos de su esplendor de los meses de mayo y junio, cuando el follaje de las hayas, por ejemplo, se encuentra en la plenitud formando entonces un apretado dosel que apenas deja pasar al suelo la luz que reciben las copas. Ahora, por el contrario, asistimos a un nudismo silente, melancólico, que nos contagia empáticamente. Tan sólo me siento observado por la curiosidad melancólica de un petirrojo. Una sensación muy extraña: la tristeza otoñal. Quizás, la atribución y percepción de este paisaje, tal vez tenga que ver con algún tipo de pérdida psicológica simbólica (la pérdida de las hojas) que se identifica con la finitud de la propia existencia, con el otoño de la vida, con la propia vejez y, por supuesto, con la muerte. De ahí surge precisamente la melancolía otoñal, de la imagen global que percibimos en su desnudez absoluta. Pero la experiencia de contemplar esta paleta otoñal cuajada de colores –rojos, ocres, pardos– es una sensación indescriptible. Sencillamente hay que vivirla, sentirla, percibirla, disfrutarla y experimentarla.

Subtítulo: El amor como mejor antidepresivo

Destacado: La experiencia de contemplar la paleta otoñal cuajada de colores rojos, ocres, pardos es una sensación indescriptible. Sencillamente hay que vivirla, sentirla, percibirla, disfrutarla y experimentarla

Clarín de tristeza

El aire se palpa sensorial y sutilmente con una realidad individual, como un elemento más que está presente en este cuadro otoñal. Las ramas se agitan débilmente, mientras las hojas se despiden describiendo siluetas caprichosas. En fin, árboles enmudecidos que conducen al caminante a un presente de soledad y abandono en el que los recuerdos se vuelven heridas y las amistades desaparecen, dejando entrever entonces una sutil tristeza, una densa melancolía, como niebla espesa, que ahoga al espectador de esta belleza natural. Ramas, troncos, follaje y un arroyo bajo un cielo plomizo otoñal que me invade lentamente, sin ruido y que me despierta recuerdos, sentimientos y algo trascendental acerca de la propia existencia. Me encuentro en un escenario indeterminado en el que confluyen drama y metáfora y donde se dirime un estimulante conflicto entre la alegría de la vida y la finitud de la misma. Por un instante, la felicidad se ve contagiada por la tristeza otoñal. En fin, el otoño es el clarín anunciador del invierno y, en este paisaje de la vida, tan bien representado por un artista anónimo imposible de emular, se capta con total nitidez la atmósfera de provisionalidad y angustia que confirma la idea básica de la finitud del ciclo vital. Y surgen numerosas preguntas sin fácil respuesta que, posiblemente, incrementan la angustia del ser humano. Es la pesadumbre de la segura inseguridad y, tal vez, el dolor de la espera a una respuesta que no llegará. Así, pues, contemplamos un paisaje otoñal de árboles desnudos que con recia austeridad dramática describen mejor que nadie, la característica esencial de nuestra naturaleza humana. De ahí, aparecen esos ribetes de tristeza otoñal. Tiempo otoñal que con el amarillear de las hojas, va dejando a la naturaleza con ese color sepia nostálgico y melancólico. En este paseo otoñal, percibo cómo la luz crepuscular salpica a los árboles con brillos dorados que al caminante, le llenan de esperanza. También los árboles serán los protagonistas de un estímulo anímico inusitado, ya que con sus hojas, flores y algarabía de los pájaros, describirán preciosamente nuestro entusiasmo por la vida y el renacer de nuestra alegría y felicidad. Así, caminamos de la tristeza otoñal a la felicidad y, por eso, la encontramos altamente positiva para nuestra salud, a pesar de sus riesgos.

Pensamientos tristes

Y seguimos en el camino del bosque. Y, una vez más, envuelto en un halo de frescura, perfume, imágenes y rocío, cuando la naturaleza aparece medio desnuda, se me inundan todos los sentidos en este lugar cualquiera de ensueño, real y tangible, donde se hacen borrosos los límites entre lo real y lo imaginario, gracias a la sutil combinación de elementos fantásticos con detalles muy precisos de elementos existentes. Y entonces, con toda su fuerza, florece la imaginación de la existencia del espacio y del tiempo, evocando la idea de un universo trascendente. Un manantial de pensamientos tristes inunda mi mente y acompasan el rumor de aquel arroyo y, paradójicamente, de aquel paisaje semidesnudo y silente. En fin, los amarillos y dorados de los abedules, hayas y álamos, los rojos y ocres de los arces entretejiéndose, dibujan un óleo extraordinario, de pintor anónimo, sin duda sobrenatural. Seguimos caminando por esa alfombra en la que se extiende el rojo y el oro de las hojas caídas, sintiendo el canto de algunos pájaros también melancólicos y viendo desprenderse las hojas que revolotean en los claros del bosque, depositándose suavemente en ese manto tupido del camino. Hojas con sonido pleno de sentido y vacío de significado que hacen pensar al pensamiento y que se abren paso entre cascadas de ramas desnudas, produciendo ritmos y notas musicales que no son más que fugaces espejismos. A pesar de que todo ello nos subyuga por su belleza, se impregna también inexorablemente de tristeza, recuerdos, imágenes, pérdidas y melancolía. Una melancolía que además es el precio del nacimiento y de lo eterno en el hombre; una melancolía que brota inexorablemente vinculada a la plenitud de la existencia. Como decía Virgilio, “tempus fugit”, que hace referencia al paso irremisible del tiempo y que, sin duda, la estación otoñal nos advierte de forma inexorable acerca de esa limitación del tiempo y de esa angustia profunda.

Cristales depresivos

Tal vez por eso, la persona se encierra en sí misma y se instala en la pasividad, abatimiento, pérdida de los sentimientos y del entendimiento y, finalmente, en la depresión. Ciertamente, si uno contempla el mundo a través de cristales fúnebres, el cerebro prolonga el estado de ánimo negativo. En esta situación mental, los pensamientos sombríos, las experiencias negativas y los recuerdos amargos, tienen acceso prioritario a la conciencia, especialmente en la estación otoñal. Cualquier “nadería” nos parece una catástrofe; uno puede ver miseria por todas partes. Sin embargo, es necesario romper esa espiral fatídica de abatimiento, tristeza, inhibición, cansancio, desinterés, desgana, aburrimiento, pasividad, apatía, desmotivación y de un conjunto de pensamientos negativos que producen desequilibrios en los neurotransmisores cerebrales y que hacen que la persona sea atrapada por la depresión en este tiempo otoñal. Quizás, en este período otoñal, se acuse más intensamente la soledad, es decir, el mal de nuestro tiempo, una de las peores enfermedades, un mal que hace estragos y que sólo puede curarse con una medicina: la compañía, la atención, la alegría, el sentido del humor y el cuidado. Esta soledad es aún más cruda en el otoño; los días son más cortos, más grises y las ausencias son como más presentes. En ocasiones, esta soledad otoñal, nos seca la sonrisa, empaña la mirada de cualquier persona encerrada entre las cuatro paredes de su propia casa. Una soledad aumentada a través de los cristales del otoño que puede precipitar una cascada de reacciones, tristeza, cansancio, desánimo, desconsuelo, pérdida y soledad que nos puede conducir finalmente a la depresión. Pero también el otoño es una descripción de trazo impresionista que nos transmite vívidamente una belleza austera, susurrada con ese aire de tristeza y temblor crepuscular que también estimula el amor con toda su fuerza y entusiasmo como el mejor antidepresivo, el fármaco más potente que nos hace disfrutar finalmente de la belleza otoñal. Así es la vida.

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