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Annual en el recuerdo, Zeluán masacre olvidada...

19 de Noviembre del 2014 - Vicente Pedro Colomar Cerrada (Oviedo)

El poblado y recinto amurallado de Zeluán (fortaleza), situado a unos 30 kilómetros aproximadamente al sureste de Melilla, sirvió de refugio y base de operaciones del famoso cabecilla rifeño Jilali ibn Muhammad el Yusfi er Zarhoni, más conocido por los españoles como el "Roghi", desde 1902 hasta diciembre de 1908, en que, presionado por las cabilas limítrofes a Melilla a las que había sometido a un férreo y humillante control, lo abandonó refugiándose en la cabila de Beni Ukil, junto al "ouad Záa" (río), donde, hecho prisionero por los lugareños, lo entregaron a "los mehal-las" (soldados del Sultán reinante), quienes le dieron una muerte atroz.

En plena campaña de la "Guerra de 1909", más conocida popularmente como "la guerra del 9", el 27 de septiembre del citado año dos columnas (divisiones de los generales Tovar y Orozco) que estaban acampadas en la villa de Nador se pusieron en marcha en paralelo en dirección a la citada fortaleza de Zeluán. La llanura, donde los rifeños no solían nunca entablar batalla, estaba totalmente desierta. Por el flanco derecho, la columna bordeó el macizo montañoso de la cabila de Beni bu Ifrur sin necesidad de realizar una fuerte avanzadilla de protección y, por el flanco izquierdo, la limpieza del llano que alcanzaba en la lejanía los montes de la cabila de Quebdana se bastaba para dar facilidad al avance de la segunda columna sin ningún problema. Cuando las tropas españolas en forma de tenaza se acercaban a la fortaleza, las baterías empezaron a cañonear sus proximidades con el objeto de ahuyentar a cualquier grupo de rebeldes que quisiesen dar alguna desagradable sorpresa. El sol ya se encontraba en retirada hacia Poniente tras los cerros más altos que emergían en el macizo montañoso rifeño cuando los integrantes de las columnas hacían su entrada en el poblado-recinto amurallado de Zeluán, que, a partir de esa fecha, ya habría de quedar bajo el control de las tropas españolas.

A mediados del mes de julio de 1921, cuando los rifeños de Muhammad ibn Abd el Krim al Khattabi tenían cercada la posición de Cudia Igueriben y amenazaban el campamento de Annual, la guarnición militar de la fortaleza de Zeluán era de unos 64 hombres aproximadamente, al frente de un oficial. En esa época estival el calor era achicharrante. El sol de julio no cesaba en su acción demoledora. Sus rayos ardientes chocaban contra las piedras del muro y las recalentaban como ascuas encendidas. En el interior de los habitáculos la atmósfera se hacía irrespirable. Los hombres que vigilaban desde sus puestos el campo exterior recibían sobre sus hombros y sus espaldas la acción directa de unos rayos de fuego. Chirriaban continuamente las chicharras al recibir sobre sus órganos sonoros el impacto de los dardos ardientes. Del suelo, reseco y cuarteado en cientos de filigranas, salía un vaho de calor envuelto con un polvo blanquecino casi invisible que agrietaba los labios de los refugiados y agarrotaba sus gargantas.

Ya bien entrada la noche del día 22 de ese mismo mes, comenzó a llegar a la alcazaba un reguero de hombres exhaustos y enloquecidos de terror entremezclados con mulos sueltos que no paraban de soltar coces y varios caballos perdidos y desorientados al haber perdido a sus jinetes. Los recién llegados, entre balbuceos y frases entrecortadas, pudieron dar la noticia de la caída del campamento de Annual y de varias posiciones de los alrededores, y que la columna, sufriendo el hostigamiento encarnizado de la harca rifeña, al mando del teniente coronel Eduardo Pérez Ortiz, del regimiento de San Fernando, se dirigía hacia Dar Dríus. En la madrugada del día 23 llegaba a Zeluán, camino de Melilla, una pequeña columna al mando del capitán Juan Galbis, de artillería, con personal del arma, que controlaba una reata de bestias cargadas con restos de material de guerra que pudiesen tener utilidad a posteriori, acompañados de algunos heridos y otros que llegaban en un estado calamitoso y deprimente. La columna iba escoltada con parte del quinto escuadrón del regimiento de caballería de Alcántara número 14, al mando del teniente Román del Campo Cantalapiedra y del alférez de complemento Juan Maroto. A media tarde de ese mismo día, un coche procedente de Monte Arruit se detuvo a la entrada de la fortaleza, bajándose el capitán Ricardo Carrasco Egaña, de la Policía indígena, que acompañaba al coronel Jiménez Arroyo, quien continuó su viaje en dirección a Melilla. El capitán Carrasco era el jefe de la sexta mía de la Policía indígena del Garet, que tenía su cabecera en Monte Arruit. Por ser el oficial más antiguo, esa misma tarde se hizo cargo de la posición. Al finalizar el día también se habían refugiado en la fortaleza colonos y trabajadores de las inmediaciones, unos 100 civiles, entre hombres, mujeres y niños. Junto con ellos llegaron el cabo Carrión, de la Guardia Civil, y cuatro números que guarnecían el pequeño puesto ubicado en el poblado. A partir de ese día, se dobló la vigilancia en los muros y se reforzaron con patrullas las entradas. Por órdenes del capitán Ricardo Carrasco, los tres escuadrones del grupo de regulares integrados en la guarnición fueron obligados a salir al exterior, al otro lado de las murallas, ante las dudas que ofrecían los jinetes indígenas.

En el atardecer del domingo 24 de julio de 1921 las tropas que debían defender la fortaleza, incluido el aeródromo cercano, alcanzaba la cifra de 611 hombres, y que, divididos en tres grupos, los componían 28 oficiales, 442 números de clase y tropa, más 141 soldados indígenas. Como quiera que el capitán Ricardo Carrasco considerase que el aeródromo, donde estaban aparcados cinco aviones, se encontrase con poco personal para su defensa, pidió voluntarios para auxiliar al teniente Manuel Martínez Vivancos, de infantería, que estaba al frente de la escasa guarnición que lo defendía, tomando la iniciativa el alférez de complemento Juan Maroto, quien al frente de 30 jinetes del regimiento de caballería de Alcántara número 14 se dirigió a cumplir esa misión. En la madrugada del 24 al 25 se produjo la deserción de los soldados indígenas de regulares que permanecían en el interior del fuerte. En la refriega fueron muertos los dos oficiales indígenas que prepararon la revuelta y 40 soldados moros, pudiendo escapar varios de ellos, y por parte española murieron dos oficiales, un sargento y varios números de tropa. Los escuadrones que estaban en el exterior también emprendieron la huida, siendo abatidos varios de ellos por los centinelas apostados en los muros defensivos. Ante los sucesos acaecidos el día 25, el capitán Ricardo Carrasco ordenó a los oficiales españoles de regulares, capitán Margallo y tenientes Carvajal, Tomasseti y Bermejo, que formasen una pequeña columna con los soldados indígenas que aún quedaban y emprendiesen la marcha en dirección a Nador, abandonando el fuerte. En una refriega que se produjo al poco de salir, fue muerto el teniente Fernando Tomasseti, dividiéndose el grupo en dos y tiroteándose unos a otros. En el interior del recinto amurallado continuaron el teniente Enrique Dalías y el oficial veterinario Enrique Ortiz, ambos pertenecientes al mismo tabor que recibiendo órdenes había emprendido la marcha.

A partir del día 25 los rifeños cercaron el aeródromo y emprendieron el hostigamiento de la fortaleza, aunque desde la distancia, pero produciendo una baja cada vez que se descuidaba alguno de los defensores y se ponía al descubierto. Estos se apostaron tras los rollizos paredones, así como tras los parapetos de sacos terreros con que se cubrieron las cuatro entradas para responder cualquier intento de asalto. Ese mismo día, al hacer el servicio de aguada (recogida de agua para beber del riachuelo cercano), tuvieron que lamentar quince bajas entre muertos y heridos que quedaron en manos de los temibles rifeños. Otro tanto pasó al día siguiente, y para evitar que continuase la sangría el capitán Ricardo Carrasco ordenó que el servicio de aguada se realizase cada dos días y para ello implantó un severo racionamiento del preciado líquido. Como quiera que al día siguiente los rifeños hubiesen ocupado el cementerio moruno, que dominaba la salida del fuerte y la pista que se dirigía hacia el lugar de la aguada, a los refugiados les fue imposible poder realizar en la mañana del día 28 ese vital servicio, lo que obligó al jefe de la posición sitiada a pedir voluntarios para preparar un comando que saliese a expulsar a los rifeños apostados en el cementerio y que impedían el poder realizar la aguada, ya que era de imperiosa necesidad, al estar los depósitos totalmente vacíos y la sed atosigaba de forma alarmante a todos los encerrados en el fortín. Salió con veinte hombres el teniente veterinario Tomás López, quienes en una acción heroica lograron dar muerte a los 16 moros que desde el cementerio no permitían el poder realizar la aguada y, así, ese día pudieron realizar el servicio. Al día siguiente, el bravo teniente volvió a llevar a cabo la misma operación con éxito; sin embargo, el día 30 de julio ya no la pudieron realizar porque un numeroso grupo de moros se había apoderado de nuevo del cementerio. Ante tal contrariedad, los defensores de la fortaleza intentaron excavar un pozo con la intención de encontrar agua, pero cuando llevaban excavada una serie de metros la sequedad del terreno les hizo desistir. En el aeródromo los bravos defensores a resguardo en los pabellones repelían una y otra vez los ataques de un numeroso enemigo que les hostigaba día y noche.

Al siguiente día, 31 de julio, en la fortaleza los hombres que la defendían, agobiados por un calor achicharrante que agarrotaba sus labios lacerados e inflamados y respirando una atmósfera densa y bochornosa que requemaba sus pulmones, recibieron con moderada alegría la llegada de dos camiones procedentes del aeródromo con dos cubas con agua, que serviría al menos para humedecer sus resecos labios. Los recién llegados, a su vez, cargaron una caja de proyectiles de los que eran deficitarios en el puesto y que también en el fuerte empezaban a escasear, junto con algunos sacos con víveres de los que también los defensores de la alcazaba habían establecido un riguroso racionamiento. Nada más que el camión alcanzó el terraplén ferroviario, los hombres del recinto amurallado pudieron oír una fuerte descarga que acabó con la vida del conductor del camión y de su acompañante, adueñándose la morisma de toda la carga. El día 1 de agosto la guarnición del aeródromo aún pudo aguantar la embestida rifeña, pero al día siguiente, falto de municiones, el teniente Martínez Vivancos no tuvo más remedio que capitular y entregarse a los jefes rifeños.

Ese mismo día, 2 de agosto, en la alcazaba, sometidos a la acción despiadada de la sed y al abatimiento por la fatiga, los bravos defensores continuaban resistiendo los continuos ataques del enemigo. Por la tarde se presentó ante la puerta con bandera blanca el caíd Ben Chel-Ial, de la cabila de Beni bu Ifrur y jefe de los Ulat Chaib, quien solicitó hablar con el jefe de la posición española. Salieron al exterior a recibirle el teniente Dalías, el civil Jiménez Pajarero y el intérprete Rueda, y ya no volvieron. Ante la insistencia del caíd de que si no se entregaban todos serían pasados a cuchillo, el capitán Ricardo Carrasco, después de consultarlo con el resto de oficiales, alcanzó un principio de acuerdo con el jefe moro. Sobre las once horas de la mañana del día siguiente, 3 de agosto, viendo que no llegaba el teniente Dalías, que había sido enviado a Monte Arruit, de acuerdo con el jefe moro, a solicitar autorización al general Felipe Navarro para la capitulación, y ante la presencia en la puerta de un contingente importante de rifeños dispuestos al asalto, el capitán Carrasco decidió la capitulación ante la carencia absolutamente de todo y el clamor incesante de los heridos, que pedían machaconamente una solución a su insoportable situación de abandono.

Nada más entregar las armas, los hombres fueron despojados de las ropas, de los correajes, del dinero y, en general, de todo lo que los cabileños considerasen que pudiese tener algún valor. Sometidos a constantes amenazas, insultos y vejaciones, a empujones y culatazos, fueron colocados en fila y conducidos a un caserón que había por las proximidades, donde se encontraban recluidos algunos soldados con algunos colonos, mujeres y niños. Cuando a los primeros de la fila les quedaban escasos metros para alcanzar la puerta del caserón, sus guardianes se separaron y empezaron a disparar a quemarropa sobre los indefensos soldados españoles, produciendo una horrible matanza. Las gumías y los alfanjes servían para rematar a los heridos que arrastrándose intentaban escapar de aquella espantosa muerte. Algunos consiguieron tomar la dirección de Nador en una desenfrenada carrera, pero iban siendo cazados por grupos de jinetes y vilmente asesinados. Los que consiguieron entrar en el caserón fueron cobardemente acribillados junto con los que en él se encontraban y luego, aprovechando los montones de paja de un almiar cercano, aquellos salvajes prendieron fuego al habitáculo mientras danzaban y gritaban desaforadamente, disparando contra las antorchas humanas que pretendían salir de aquella casona de horror y muerte. El capitán Ricardo Carrasco, jefe de la posición, y el teniente Fernández, de la Policía indígena, fueron amarrados juntos a un poste y, colocándoles unos fardos de paja a los pies a los que prendieron fuego, empezaron a dispararles...

El 14 de octubre de ese mismo año las tropas españolas reconquistaron la alcazaba de Zeluán. Durante el avance las columnas se adentraron de nuevo por la pista del trágico desastre, caminando atribulados y a la vez indignados por un terreno cubierto de muerte y de desolación. En un entorno de calor agobiante y de bochorno insoportable, a un lado y otro del recorrido aparecían cuerpos putrefactos de los compañeros que intentaron escapar de aquel infierno. Cuerpos que presentaban señales de haber sufrido terribles mutilaciones. Los legionarios, con los regulares y otros infantes, emprendieron la humanitaria labor de dar sepultura a los restos de aquellos desgraciados, que desprendían un nauseabundo olor. El general Miguel Cabanellas, desde la misma alcazaba y acompañado de otros jefes militares, escribió una carta dirigida a las Juntas de Defensa: "Acabamos de ocupar Zeluán, donde hemos enterrado quinientos cadáveres de oficiales y soldados. Estos y los de Monte Arruit se defendieron lo bastante para ser salvados. El no tener el país unos millares de soldados organizados les hizo sucumbir. Ante estos cuadros de horror no puedo por menos que enviar a ustedes mis más duras censuras. Creo a ustedes los primeros responsables... Han vivido ustedes gracias a la cobardía de ciertas clases que jamás compartí. Que la Historia y los deudos de estos mártires hagan con ustedes la justicia que se merecen...".

Fueron miles y miles los soldados españoles que dejaron su vida en aquellas tierras del norte de África en la defensa de los compromisos adquiridos por España (Conferencia de Algeciras de 1906). Y fueron cientos y cientos de familias españolas las integradas en las villas y ciudades que se fueron levantando en el territorio controlado por España (Protectorado) las que, conviviendo en paz y armonía con los pobladores del Rif, dejaron su impronta de su buen saber y su buen hacer en beneficio de otros hombres y mujeres que tan necesitados estaban de salir de la pobreza y de la indigencia que les atosigaban desde su más tierna infancia. Y fueron muchos los que allí dejaron sus vidas y hoy reposan con la satisfacción del deber cumplido en los cementerios de Nador, de Monte Arruit, de Zeluán, de Larache, de Tetuán, de Ceuta o de Melilla

Nuestro reconocimiento y nuestro agradecimiento.

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