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Dos lecciones magistrales en el Carlos Tartiere

6 de Diciembre del 2014 - Félix Martín Martínez (Oviedo)

El pasado domingo día 30 de noviembre más de 12.000 oviedistas acudimos, como siempre, con orgullo, valor y garra al estadio de fútbol de nuestro Oviedín del alma. Este año, y después de 13 en el infierno, toca, y todos ansiamos de una vez, el merecido ascenso camino de la Primera División, nuestro lugar natural que, el club, la afición y la ciudad merece.

Pues bien, a las 5 de larde toda la España futbolera conocía el luctuoso acontecimiento en las inmediaciones del río Manzanares, en donde unos doscientos desalmados se habían dado cita, con el resultado de un muerto, y un montón de heridos de arma blanca. Diez minutos antes del comienzo del partido, el colectivo juvenil Symmachiarii, que lleva 25 años siguiendo al Real Oviedo por todos los campos de España, desplegó una pancarta de unos 15 metros de longitud en color negro, letras en blanco y este mensaje: Nuestra pasión no vale una vida. Debajo, otra con este texto: Yimi (nombre del fallecido en el Manzanares), D.E.P.

A mi juicio, y mucho más allá de una simple pancarta, se trata de un mensaje de esperanza para quienes un domingo tras otro acudimos a los estadios de fútbol a disfrutar del deporte, e independientemente de que nuestro equipo pueda o no estar donde todos queremos. La pasión futbolera mueve montañas y el mensaje de los Simachiaris, es, a mi entender, una lección magistral de deportividad que debería figurar en los anales del juego limpio del deporte español. A continuación y de parte del club, se guardó un minuto de silencio con el sonido de la gaita que, igualmente, fue respetado escrupulosamente por todo el público.

El balón comenzó a rodar, y no precisamente a favor de nuestro Real Oviedo que, a cinco minutos del final perdía el partido. Fue en este momento cuando un joven aficionado, preso de los nervios (estoy seguro, por el desenlace del gesto), lanzó una botella hacia el juez de línea. Inmediatamente, todo el público a su alrededor comenzó a increparlo y señalarlo con el dedo. Hubo quien, incluso, reclamó a un guarda de seguridad para que lo desalojara del campo. No había transcurrido más de un minuto cuando el joven, preso de su error, de la vergüenza, y arrepentido, optó, voluntariamente, por abandonar el campo dirigiéndose al público, juntando las manos, reiteradamente, en actitud de pedir perdón. Estoy seguro de que fue preso de su pasión oviedista y de que, en un momento de ofuscación, realizó un acto del que, como digo, se arrepintió al instante.

Salí del campo con el disgusto futbolero correspondiente a la derrota de mi equipo, pero con la seguridad de pertenecer a una afición señorial y de la que muchas deberían copiar. Lo mejor de la tarde fueron, sin duda, los dos gestos que he tratado de describir, y que por su valor deportivo he considerado merecedores de un comentario reflexivo escrito, de parte de la totalidad de mi joven alumnado de instituto. ¡¡Hala Oviedo!!

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