Al séptimo día
Una tenue luz entra por la ventana, la cama revuelta, ataxia en la habitación. El ambiente enrarecido y cargado, la ginebra y el kebap regurgitados ascienden por el esófago como ácido, golpean la epiglotis y producen una inmensa arcada. La mente en blanco, desconcierto total, intenta ubicarse; y reza e implora encontrarse en su casa.
Una vez ubicado en su celda, empieza a buscar el móvil, sin embargo no muestra ningún ápice de voluntad en topar su cartera; por el despertar, sabe que estará vacía. La experiencia le ha enseñado que no es nada difícil vivir sin documentación. En caso de pérdida o robo, no es gran baja.
La casa solitaria, revuelta, sucia. Recuerda épocas mejores en las que a esa misma hora disfrutó de grandes viandas con familia y amigos, todos juntos, tras dedicarle un tiempo a Dios, festejaban y celebraban reunidos junto a la mesa. La época de amanecer junto a una mujer ya ha pasado. Ahora sólo piensa en si podrá respirar o se ahogará con su propio vómito. Tiempos mejores.
Haciendo un gran esfuerzo, tras varios intentos, consigue incorporarse y deambular por el pasillo hasta el baño. Una ducha podría ser la fuente de vida que necesita. No es así, la ducha genera mejoría, pero en un estado tan calamitoso ésta es ínfima. Recurre ahora al Ibuprofeno, entre arcada y arcada, acompaña la ingesta de la cápsula de tónica del día anterior, consigue que ésta se aloje en su estómago. Esto no hace más que avivar el fuego en su vientre, arde internamente, está seguro de poder encender una vela de un soplo. Destila alcohol por todos los poros de su piel, huele a etanol.
Se desploma en el sofá, única opción posible, le parece la mejor. Mientras, entre retortijones, mareos, cambios repentinos de temperatura y escalofríos, piensa para sí y trata de convencerse: es mejor una mañana de arrepentimiento que una noche de soledad.
Cada día se lo cree menos, esté pensando en volver a creer en Dios, en volver a los tiempos mejores.
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