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Adiós a don Carlos Conde

26 de Diciembre del 2014 - José Antonio de la Guerra Alonso (Oviedo)

Hoy me he enterado del reciente fallecimiento en Oviedo de don Carlos Conde Sánchez. Para la mayor parte del público en general este nombre les resultará completamente desconocido, pero para todos los que durante décadas transitamos con más o menos pena por los procelosos senderos que habían de convertirnos en ingenieros de minas por la Escuela Técnica Superior de Oviedo este nombre sin duda les evocará inmediatamente un raudal de recuerdos imborrables.

Don Carlos Conde Sánchez fue durante décadas catedrático de Matemáticas, ejerciendo su cargo docente en la Escuela de Minas de Oviedo y, más allá de eso, fue, junto con otras insignes eminencias, uno de esos profesores que marcaban el carácter singular de esta Escuela, para gusto o disgusto de los que por allí pululábamos tratando de llevar a buen puerto nuestras aspiraciones. Digo gusto o disgusto porque de todo habría, pero nadie permanecía indiferente.

Don Carlos Conde era uno de los pocos profesores que yo he tenido en mi vida de alumno de los que nunca he sabido que tuviesen mote. En este caso, está claro que no era necesario porque "Carlos Conde" para nosotros era mucho más que un nombre y un apellido, era toda una definición categórica en sí misma. Ningún mote hubiese podido resumir mejor que esas dos palabras todo lo que implícitamente significaban.

He leído años después que don Carlos Conde era descendiente de una familia de militares y, a mi juicio, esa tradición castrense latía en el pecho de nuestro profesor, por más que de una escuela civil se tratase.

Don Carlos era un profesor "de los de antes". Cuando yo tuve que bregar con él a mediados de los años noventa del siglo pasado, resultaba ciertamente anacrónico. Baste decir que los alumnos, mocetones universitarios ya, debíamos ponernos en pie para recibirle a su entrada en clase. Sinceramente, no recuerdo que él nos lo pidiese nunca, pero el caso es que todos lo hacíamos, en cada clase, con unanimidad.

El porte adusto y severo con el que se producía en clase, no ayudaba a mitigar su fama de estricto y duro examinador, al que no le temblaba el pulso si tenía que suspender a todos sus alumnos, o dejar en una ínfima proporción el número de aprobados.

Cada día los que acudíamos a sus clases nos sometíamos a la tortura psicológica de tener que aguardar durante algunos minutos la designación de uno de nosotros para salir al encerado a "dar la lección". Aquellos minutos agazapados, cabizbajos, parapetados detrás del pupitre o de la espalda del compañero que se sentaba delante, tratando por todos los medios de esquivar el contacto visual con don Carlos, eran de una tensión sólo comparable con el tremendo alivio que sentíamos cuando era otro el elegido.

Yo nunca tuve trato personal con él, pero Oviedo es lo que es y, para colmo, debíamos ser casi vecinos, así que no era difícil encontrarse con don Carlos en otras facetas más domésticas, y sin tener criterio para poder afirmar ni una cosa ni la contraria, y sin querer meterme donde nadie me llama, tengo que decir que a mí me resultaba entrañable. Cuando uno se lo encontraba paseando con su familia la expresión de su rostro resultaba infinitamente más suave y dulce. La imagen que desprendía era la de un hombre recto, formal, familiar, buena gente. Un hombre seguramente de férreas convicciones.

Por eso yo pienso que, en el fondo, esta puesta en escena de las clases de don Carlos no era más que un marchamo con el que pretendía forzarnos a sus alumnos a sacar lo mejor de nosotros mismos. Porque al final, como en casi todo en esta vida, el que la sigue la consigue, y todos los que nos licenciábamos como ingenieros habíamos necesariamente aprobado su asignatura (y las de otros que no le iban a la zaga). Pero así, sin darnos casi cuenta, además de unos conocimientos teóricos, habíamos adquirido también una formación humana, un hábito, una personalidad que nos hacía diferentes. O por lo menos nos hacía sentirnos diferentes.

Profesores como Carlos Conde tenían la función de destetar adolescentes acomodados y convertirlos en jóvenes capaces de enfrentarse a la difícil labor de gestionar problemas complejos y tomar decisiones responsables, que básicamente es a lo que nos dedicamos los ingenieros en el ejercicio de nuestra profesión. Carlos Conde no era sólo un profesor duro. Carlos Conde era un fabricante de ingenieros.

Hace ya unos cuantos años que he perdido el contacto con la Escuela de Minas y desconozco qué ha sido de aquel espíritu (del que he de reconocer que más de una vez he renegado) en esta época de planes Bolonia, castas universitarias y grados y posgrados, pero espero que las bajas de profesores como Carlos Conde, Pérez Silva o González Blas hayan sido suplidas por otros capaces de aportar no sólo los extensísimos conocimientos técnicos y experiencia profesional que éstos aportaban, sino ese "algo más" que durante décadas hizo de la ETSIMO una cantera de referencia para la industria española.

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