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Compartir el dolor y condenar el horror

28 de Diciembre del 2014 - José Ángel Aguirre González (Oviedo)

Hace pocos días leí en la prensa nacional –la verdad que en una columna no muy destacada– que un autobús de línea, en el noroeste de Kenia, había sido asaltado por un grupo de hombres armados pertenecientes a la organización terrorista Al Shabab. Los asaltantes hicieron descender del autobús a los más de cincuenta pasajeros que viajaban en él, los pusieron en línea a lo largo de la carretera y les empezaron a preguntar si eran musulmanes o no.

Es fácil imaginarse que, en esos momentos de miedo y desconcierto (al principio pensarían que los asaltantes tan sólo pensaban robarles lo poco que llevaban encima), cada uno de aquellos aterrorizados pasajeros dijera lo que creyera más conveniente para salvar su pellejo. Pero la lógica de los integristas es siempre tan perversa como cruel. Así que les dieron una orden terminante a sus rehenes: "Recitad algunos versículos del Corán, así sabremos distinguir a los que son devotos musulmanes de los impíos".

No me cuesta nada ponerme en la piel de esos desgraciados. Porque sé muy bien que yo me podría haber encontrado en una situación como esa durante mi último viaje a Kenia. Y que yo no conozco de memoria (lo he ojeado alguna vez) ni un solo versículo del Corán. Siento en mi cuerpo la impotencia y la rabia que debieron sentir aquellos desgraciados cuya religión no era la musulmana.

Implacables, esos fanáticos religiosos comenzaron su macabra representación: al que no era capaz de articular algún versículo coránico recibía de inmediato un tiro en la frente. "Tú, te salvas", dirían con superioridad mesiánica a aquellos que tenían la "suerte" de haber sido educados en la religión islámica. Y el siguiente, aquel o aquella desgraciada que tartamudeaba o guardaba un aterrorizado silencio, era inmediatamente ejecutado.

Veintiocho cadáveres de humildes aldeanos keniatas dejaron abandonados sobre la polvorienta carretera aquellos desalmados mensajeros de Alá, "el misericordioso". Todavía, en ninguna cadena de radio o televisión, ni en ningún medio de comunicación he visto o leído condena alguna de este atroz crimen por parte de los mulás, ayatolás o muftíes musulmanes. Claro que son tantos los crímenes que sus elementos más extremistas cometen a diario que esta matanza aislada la han ignorado por completo.

La verdad es que tampoco en los medios de comunicación occidentales en general, o de nuestro país en particular, he oído apenas referencia alguna a este execrable crimen. Ni tan siquiera el Papa Francisco, tan ocupado como está en tapar los innumerables casos de pederastia de sus sacerdotes o en dar lecciones de moral en el Parlamento europeo, ha dicho nada sobre el tema. Algo terrible si pensamos que la mayoría de estos veintiocho ejecutados eran, con toda probabilidad, cristianos.

Yo, sin embargo, sí quiero denunciar este execrable acto. No porque supere en maldad a otros que cometen estos extremistas en tantas partes del mundo, sino porque, tal vez, nadie más vaya a levantar su voz para denunciarlo. Yo, que he viajado con ellos en esos viejos autobuses por las desoladas carreteras de Kenia, siento como si a mí me hubieran obligado a rezar el Corán a punta de pistola o como si yo ya estuviera entre los muertos. Y, sobre todo, siento como si ellos hubieran sido mis mejores amigos, los que siempre me sonreían mostrándome el brillo de sus ojos y la blancura de sus dientes.

Yo, que soy profunda y convencidamente ateo, prometo que en mi próximo viaje a Kenia localizaré el lugar exacto donde esos creyentes fueron asesinados. Y plantaré allí una sencilla pero robusta cruz de madera. Para que nadie les olvide a ellos, ni perdone a sus asesinos.

Y lo que es todavía más importante, hago un llamamiento desde aquí a todos los gobiernos del mundo para que prohíban que se siga adoctrinando en algunas mezquitas y escuelas coránicas a nuevas generaciones de fanáticos asesinos. Nos va en ello, en estos momentos, la seguridad y el futuro de todos.

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