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Una vocación profesional y vital

28 de Enero del 2015 - José Sancho Gorostiaga (Oviedo)

El pasado 26 de noviembre el Colegio de Ingenieros de Minas celebró en el hotel de la Reconquista de Oviedo el acto-de homenaje a los colegiados que durante el año 2014 cumplieron setenta años. Entre el grupo de homenajeados se encontraba mi padre, catedrático jubilado de la Escuela de Minas de Oviedo; el acto consistió en la imposición de insignias a los mismos.

La ceremonia dio comienzo con unas breves palabras y prosiguió con la imposición de las insignias por riguroso orden alfabético. Al lado de mi padre, como siempre, se encontraban su esposa (mi madre) y dos de mis hermanas. Mediados los preliminares, pude acudir al salón que hoy ocupa la otrora capilla del edificio, preciosa obra barroca en la que se celebraba el evento. Nada más llegar y localizar a mis hermanas, éstas no dejaron de “whatsappearme” animándome a ser yo el que le impusiera la insignia a mi padre: “Cuando digan su nombre, tú vas, sales y le dices al del micrófono que eres su hijo”. Fue un bombardeo constante.

Iban pasando los diferentes homenajeados –mi padre sería uno los últimos en salir– y comencé a apreciar el nerviosismo que se reflejaba en sus labios e imaginaba cómo los recuerdos del pasado se agolparían en su cabeza: los años de estudiante, el trabajo en la empresa, los viajes por innumerables países, las oposiciones, los años de docencia y de investigación, etcétera.

Tenía clara la plena dedicación del veterano profesor; yo la había vivido. Ese entender la docencia como una formación integral de la persona, como un darse a los alumnos, no sólo por el hecho de transmitir sus muchos conocimientos de metalurgia, sino lo que es más importante: por conocerlos y tratarlos como personas humanas, estando siempre a su disposición aun cuando ni los mismos alumnos fueran entonces, y es privilegio de juventud, conscientes de ello. Años más tarde, y una vez bregados por la vida, siempre se lo han reconocido aquellos que por la escuela han pasado a saludarlo o se lo han vuelto a encontrar en algún acto o empresa.

Mi familia, en especial mi madre, sabe mejor que nadie cómo ha sido su plena dedicación, y su vocación de investigador y profesor. Me encontraba en ésas cuando se escuchó: “José Pedro Sancho Martínez”.

En ese momento observé cómo mi padre se levantaba de entre el público y se encaminaba hacia las primeras filas; reaccioné, me levanté y me acerqué al encargado de nombrar por orden a los homenajeados para transmitirle quién era yo, de tal forma que pudiera salvar mi improvisada aparición.

El decano del Colegio me cedió la insignia que intenté colocar en el ojal de la solapa izquierda de su chaqueta, ¡tarea imposible!, mucha insignia para el pequeño ojal. Nos abrazamos y de una manera espontánea y filial le di un beso. Nos hicieron las protocolarias fotos y retornamos cada uno a nuestros respectivos lugares. No puedo describir el orgullo y agradecimiento que como hijo sentí, y que deseaba trascendiese a todos los presentes, en nombre propio, de mi familia y de todos aquellos que entienden que este tipo de vocaciones profesionales y vitales son las que hoy, más que nunca, necesitamos.

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