La última bala
Ha bastado sólo una bala para atravesar las cortinas de humo del Savoy. Un disparo certero y real como la muerte misma con la que acallar a las palabras más contundentes y a los adjetivos más bruñidos. Las que brotaban al calor de una copa y un fatigado cigarrillo sin esperar ninguna primavera. José Luis Alvite ha enfundado su revólver para siempre. El que tenía disparos de ternura entreverados por un sordo estertor de dolor que supo siempre poner en una vajilla de oro. Tanta belleza acallada, tantos detectives perdidos en las horas que ya no van a tener tiempo. Ni las bellezas ebrias que se apostaban en la barra a su sombra que imagino inclinada, levemente cargada de hombros y con la mirada pétrea del genio. Se nos ha ido lentamente, sabiendo que el final tiene muchas frases en las gavetas no de quien escribe sino en la de la vida. Ese otro libro que no pone muchas razones para entenderla o quizá para asumirla con la resignación necesaria. Alvite se nos ha muerto no entre las manos, sino entre los ojos por donde entraba su prosa embarazada de imágenes, y por entre los oídos por donde se colaba la música de sus frases. El Alvite con sus personajes tan de ficción que parecían reales, que nos los postraba a nuestros pies desmenuzando sus vidas que él creía era la de los perdedores, sabiendo, como me imagino que sabía, que no pierde nadie que no espera nada. Acaso las migajas que podamos ir recogiendo de los manteles después de darnos un festín que nadie va a pagar. Mudos nos hemos quedado. Nosotros, el Diccionario, las palabras que mejor se acomodaban en sus historias que seguirán perdurando en nuestra memoria. Se nos ha ido como del rayo Alvite, pero lo que la muerte no podrá apagar nunca es el fuego, el incendio, la llama que ha prendido en eso que damos por llamar alma y que no es otra cosa que la capacidad de sentir y emocionarse. Aunque sólo sea con las lágrimas falsas de un amor que nos va a dejar en cuanto le demos la espalda.
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