Lavando trapos

14 de Febrero del 2015 - José Luis Peira García (Oviedo)

La minuciosidad de las pesquisas rastreando pecados o pecadillos entre los más destacados miembros de las opciones políticas más contestarías era previsible, y quizás ello acarrea algo de injusticia, ya que si se hubieran usado esos legítimos y disponibles recursos en otros tiempos otro gallo nos cantara, pero lo innegable, también, es que al colocar bajo la lupa a ciertos elementos han aparecido esas faltas.

Cierto, también, que por su volumen no le llegan a la suela de los zapatos a tantas otras, pero el fondo sustancial es el mismo y la naturaleza de lo reprochable es exactamente de la misma familia. Y es precisamente este asunto el que me ha llevado a una reflexión cuyo resultado me alarma, y es lo que a continuación comparto.

Quizás deba admitir mi ingenuidad, pero creo que estos personajes a los que me refiero se han expresado sinceramente en estos últimos meses en cuanto a una idealizada limpieza en todas las estructuras de la sociedad. Sin embargo, ellos mismos participaban de picarescas, cartas marcadas o cualquiera otra forma de sortear el arduo camino de la pulcritud absoluta. La pregunta que nos hacemos muchos ciudadanos de bien es cómo puede ser que uno se atreva a exponerse públicamente con un discurso inequívoco y a la vez participar de prácticas no del todo decorosas que iluminan el camino opuesto, siquiera intuyendo que será fácil desenmascararles.

Lo que me lleva a la conclusión terrible de que en este país la porquería está tan extendida que ya no necesitamos taparnos las narices para transitar sobre ella, sencillamente porque nos hemos habituado al hedor. Los problemas crónicos tienen un valor agregado, y es que nos acondicionamos a convivir con ellos y terminan por volverse indetectables, o casi, y lo que se percibe como un protocolo cotidiano no es más que una pequeña corruptela, una deslealtad, un comportamiento indebido, etc.

Los chanchullos en las cátedras no son patrimonio de ningún recién llegado a la palestra pública, ni las empresas interpuestas para pagar menos al fisco, ni las concesiones municipales a allegados de un concejal. Que toda esa basura se haya establecido como algo normal es lo verdaderamente terrible, y deberíamos comenzar a mirarnos a nosotros mismos, a usted, a mí y contabilizar cuántos pecadillos cotidianos ejercemos en oposición al bien general. Por mucho que algunos digan que no es comparable aparcar en calles peatonales, colarse en la pescadería o arrancar acebos del parque pertenecen a la misma naturaleza, y no digo nada de escamotear impuestos o mentir como perros para acceder a una ayudita pública, escaquearse en el trabajo o colarle algo al seguro del coche. Y encima presumir de ello con los amigotes.

Ese es el triste cuadro que tenemos ante nosotros, pero es un panorama que se puede transformar. No se trata de escoger para ello entre lo malo y lo peor, nosotros debemos ser el cambio que queremos para el mundo, decía Ghandi, y deberíamos disponernos a ello, de otra manera nada cambiará y estaremos a disposición de cualquier charlatán que nos pase por delante; depositar un voto en las urnas y quedarse cuatro años despotricando no es democracia, y así nos va. Si algo tuvo de bueno esta crisis es que se han destapado muchas desvergüenzas, pero si nada más las atribuyéramos a los prebostes andaríamos apenas una parte del camino. Con pecados o no debemos exigir a nuestros representantes que se comporten debidamente o desaparezcan y para ello debemos ser nosotros mismos lo más honestos posible. Cuando algo merece la pena, decía Chesterton, incluso merece la pena hacerlo mal.

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