La amistad hecha persona
Hermano muy querido nuestro, don José Ignacio Monte Cabañas, acabas de separarte de nosotros. Quiero despedirte desde la serenidad que la fe confiere en esos momentos, en que tu vida llega a su término biológico, para iniciar una nueva etapa en la bienaventuranza del cielo. Fue muy lento el proceso final de tus años postreros, que has vivido, querido don José Ignacio, con resignada espera y esperanza.
Tu separación fue la de un amigo, de un hermano sacerdote de intimidad y de cercanía, de un servidor fiel y solícito de la Iglesia, por lo que no deja de parecerme que estoy experimentando el mismo dolor que cuando la uña se separa de la carne. Los cristianos aceptamos la muerte como el final de una carrera. El apóstol San Pablo, el gran artífice de las metáforas del deporte, viene a decirnos en una especie de alegoría deportiva: “He luchado el buen combate, he concluido la carrera. Para lo que aguarda, espero ya la corona, que me dará el Señor, Justo Juez, no sólo a mí sino a cuantos esperan su venida”.
Para ti, hermano don José Ignacio, canónigo de la Catedral ovetense, toda esa tensión que acompaña al agón final, al enfrentamiento vida-muerte, ha supuesto ya la llegada a la meta gloriosa, haciendo vivencia la expresión de Santa Teresa de Jesús: “tan alta vida espero, que muero, porque no muero”, efecto que ya has llevado tú, muy querido don José Ignacio, a plenitud, teniendo por seguro, desde la humildad de mi fe, que el Padre Eterno, Dios de todas las luces, en quien no hay rastro de oscuridad ni de sombra, te habrá hecho ya entrega de esa corona de gloria que sabías aguardándote.
Fue hasta ahora, en términos de escatología, el “ya, pero todavía no” que habrás experimentado, al transformarse tu vida en bienaventuranza eterna, en visión beatífica, en un contemplar a Dios, tal cual es, en goce y disfrute del banquete eterno. Hasta ahora, don José amigo, has hecho de tu vida una entrega intensa y generosa a una acción apostólica y pastoral, llena a rebosar, en las encomiendas que la Iglesia te confió para llevar a término tu compromiso, el más acendrado, de servicio al pueblo de Dios.
La trayectoria de tu vida de cristiano y de creyente, de sacerdote y servidor de los hermanos, queda encerrada entre dos fechas, la de tu bautismo y la de tu defunción que, mirado con categorías de este mundo, podría reducirse el todo a una sencilla ficha, de las que usamos en investigación, pero, a los ojos de Dios Padre, tal como ha reflejado tus acciones en el Libro de la Vida, ocuparían páginas sin numero, que solo Él conoce y donde quedan escritas todas aquéllas, por las que te habrá juzgado ya el Señor.
Subtítulo: In memoriam de don José Ignacio Monte Cabañas
Destacado: Eras como la Iglesia de Cristo, todo entrañas abiertas para poder acercarte mejor a los demás. Repartías la fe como quien reparte un sacramento
Naciste, querido don José, en tu Noreña bien amada, el 12 de diciembre de 1922. Fuiste bautizado en su iglesia parroquial, al día siguiente. Daba comienzo tu tiempo de merecer para la vida eterna, tu tiempo de servir incansablemente a los hermanos. El 18 de febrero de 2015, tuvo lugar tu segundo nacimiento, tu tránsito a la gloria del cielo. Entre las dos fechas, una sublime y entrañable: tu ordenación sacerdotal. El día aquel, meta de tus ilusiones, de tus ansias y deseos aconteció el 15 de julio de 1951.
Ese día, don José del alma, el obispo ungió tus manos con el óleo de consagración, que, junto con la imposición de manos y la plegaria consecratoria, transformaron tu vida en presbítero de la Iglesia. Tu madre, Julita, con una bandeleta de blanca seda, ligó tus manos, para que, con tus poderes de consagrar la eucaristía, de perdonar los pecados, de bendecir y pasar haciendo el bien, quedara sobradamente patente que aquellas manos eran portadoras de un sacerdocio para siempre. Tu misa primera conecta con tu última misa, que, a su vez, enlaza con tu nueva misa perenne en el cielo, unida al sacrificio redentor de Cristo en la cruz, al que aportas “aquello que falta a su pasión gloriosa”.
Ejerciste diez años como cura de San Julián de Tudela Veguín; seguiste tu trayectoria de servicio al pueblo de Dios en Santa Eulalia, hoy San Pedro, de La Felguera, viniendo más tarde a servir en San Pedro de los Arcos. En los dos últimos casos sucediste a párrocos de nombradía en la Iglesia de Dios que peregrina en Asturias: don José Arenas, en Langreo, eminente orador sagrado; don Argimiro Llamas Rubio, catequeta insigne en Oviedo. Fuiste a la vez consiliario de los hombres de Acción Católica. Supiste, en parigual medida, hacerte todo a todos, para ganarlos a todos para Cristo.
Después te incorporaste como canónigo a la catedral de Oviedo. Desde tu cargo de secretario capitular, enriqueciste la catedralicia historia con las redacciones de las actas del cabildo, que da gloria leer. No sobra nada, pero sobre todo nada se puede echar de menos, pues tenías alma y espíritu de perfecto secretario. A la vez, desempeñaste con pulcritud suma tu cargo, que otrora se llamó de notario apostólico y hoy es dicho “notario eclesiástico” y, por añadidura, fuiste agente de preces.
En tu despacho del Arzobispado, más allá de la burocracia, supiste humanizar tu labor pastoral siendo servidor fiel y amigo de todos. Los problemas de los fieles –de la diócesis o de fuera, no importaba– que a ti acudían acababan siendo tus problemas, particularmente si se trataba de ciudadanos de Cuba. Tu nombre ha quedado registrado ante la Nunciatura de la Santa Sede y en las cancillerías y curias casi del mundo entero, porque ésa era tu función de notario, durante casi cuarenta años: testimoniar y dar fe de expedientes que abrían las ventanas de tu despacho a la Iglesia entera.
Para todos resultabas amable, cordial, acogedor, amigo leal, compresivo y compasivo –podría habérsete nombrado limosnero mayor, cargo que existió otrora en la Iglesia, pero, aun sin serlo, tú dabas tu limosna abundosa, sin que tu mano derecha supiera lo que hacía la izquierda–, eras siempre como el Buen Pastor, entregado siempre, generoso siempre, dando de lo tuyo y dándote a los tuyos, a todos los que, en tu radio de amistades, todos acababan siendo amigos o parientes, no importaba en qué grado. A ti, con servir te bastaba. Que eran creyentes los que a ti llegaban, miel sobre hojuelas; que no lo eran, razón de más para que los atrajeras a dejar su increencia. Eras como la Iglesia de Cristo, todo entrañas abiertas para poder acercarte mejor a los demás. Repartías la fe como quien reparte un sacramento.
Seguramente que allá arriba continuarás dando fe, aval y garantía, en tu condición de notario que fuiste, de tantos como se colarán por las puertas de la eternidad con las manos llenas de buenas obras, porque tú los ayudaste a llenarlas. También estarán ante el trono de Dios Padre tus defectos, que, por humano, los habrás tenido; pero tus manos, repletas a rebosar de buenas acciones, serán el contrapeso de la balanza con que el arcángel San Miguel pesa las obras de los justos antes de entrar en la gloria del Padre.
Don José Ignacio, amigo entrañable, gracias por tu ejemplo de abnegación en el servicio a tus feligreses de Tudela Veguín, de La Felguera y de San Pedro de los Arcos, por esa tarea de servicio impagable, en categorías humanas, a través de la curia diocesana. Que el Señor te acoja en la gloria para ti preparada. Que Santa María, Virgen y Madre, te ayude, con San José, tu patrono y todos los santos.
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