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La misión diocesana

26 de Agosto del 2009 - José Antonio Alvarez Alvarez

La figura de San Melchor de Quirós, misionero y mártir en Vietnam en 1859, que nos reunió en Cortes, Quirós el 28 de julio, a muchos amigos de las misiones, debe ser un testimonio y ejemplo para cualquier bautizado.

Sintió el deseo de salir de su tierra para anunciar la Buena Noticia de Jesús a otros pueblos. En su mente estuvo siempre el Oriente: Filipinas y, más tarde, Vietnam. A pesar de la tentación que le brindaron para quedarse como profesor en Manila, se había preparado bien en filosofía y teología en la Universidad de Oviedo. Su idea fue siempre Vietnam, con aquella expresión misionera de entonces de dedicarse a la salvación de las almas.

Muchos misioneros/as, antes y después de San Melchor, sintieron y sienten la necesidad de salir fuera para llevar a cabo la misión. La delegación de misiones de Asturias tiene referencia de 316 sacerdotes, religiosos/as y laicos, de distintos institutos y órdenes religiosas, repartidos por el mundo, que ahora mismo llevan a cabo esa misión. Con la mayor parte de ellos mantenemos contacto y correspondencia.

Juan Pablo II decía: «Nuestra fidelidad a la Iglesia se mide por el apoyo a su actividad misionera».

Si podemos hablar de la fantasía de la misión, que nos sitúa en un escenario de cooperación abierto a múltiples posibilidades para que los creyentes podamos realizar nuestro compromiso misionero asumido por el bautismo.

Reducir la ayuda a lo meramente económico es sólo uno de los aspectos de la cooperación, tal vez el más llamativo. Más de una vez esconde mecanismos de dependencia y paternalismo. La cooperación misionera no es la variante de un voluntariado o de un servicio social. El misionero es algo más, su servicio es la expresión del amor de Dios a las criaturas.

Como misioneros no podemos quedarnos en la autocomplacencia de saber que somos unos buenos gestores del dinero de las ONG de inspiración cristiana; sí verlos en proyectos que dignifiquen, que hagan crecer a las personas, que ayuden a los destinatarios de un crecimiento sin dependencia del exterior.

Tres pueden ser las formas de cooperación misionera, que nos recuerda constantemente la Iglesia, y constituyen los tres pilares sobre los que se apoya la participación del todo el pueblo cristiano en la misión. Son modalidades necesarias e irrenunciables y por ello conservan permanente su validez.

Subtítulo: Reducir la ayuda a los necesitados a lo meramente económico más de una vez esconde mecanismos de dependencia y paternalismo: el misionero es algo más

Destacado: No podemos quedarnos en la autocomplacencia de saber que somos unos buenos gestores del dinero de las ONG de inspiración cristiana; sí verlo en proyectos que dignifiquen, que hagan crecer a las personas

1. Cooperación espiritual: mediante la oración, el cristiano acompaña el camino de los misioneros para que el anuncio de la Palabra resulte eficaz. Las órdenes contemplativas son invitadas a participar activamente en el proyecto de Dios visibilizado por los misioneros.

2. Cooperación personal: a) La participación en el proyecto de Dios no puede reducirse a la entrega de cosas. Lo central y decisivo es la entrega de la propia vida, la puesta a disposición de la propia existencia. b) Las vocaciones misioneras nativas son imprescindibles para el desarrollo de las nuevas iglesias, pero todo creyente debe descubrir qué dimensiones de su persona deben desarrollarse como cooperación misionera, períodos de presencia en contextos misioneros. c) Las mismas iglesias locales tienen que poner a disposición algunos de sus miembros, con vocación para ello, al servicio misionero universal.

3. Cooperación económica: es sin duda una de las formas de cooperación más valorada, especialmente porque es cuantificable y porque se traduce en proyectos e iniciativas concretas. Es además una contribución imprescindible, debido a las clamorosas situaciones de necesidad de tantos lugares en los que trabajan los misioneros.

Nuestra diócesis ha dado un apoyo constante a la animación misionera y en concreto a lo que conocemos como «la misión diocesana». En el año 1970 se adquiere el primer compromiso con la diócesis de Gitega, en Burundi, y en 1976 con la diócesis del Quiché, en Guatemala. Ambos proyectos tuvieron que ser cancelados a los pocos años por situaciones de violencia y persecución.

En el año 1986 se lleva a cabo un acuerdo de presencia misionera asturiana en Bembereké, Benín. En el año 1993 la diócesis de Oviedo asume una zona en el oriente de Ecuador, perteneciente al vicariato apostólico de Aguarico. A lo largo de estos años varios equipos de sacerdotes, religiosas y laicos diocesanos estuvieron durante un tiempo en estos lugares de misión.

El principio de la misión diocesana es el intercambio entre dos diócesis: se comprometen a colaborar estrechamente, ambas se enriquecen, ambas aportan, ambas reciben, nadie se puede mostrar por encima de nadie.

Se aporta la experiencia pastoral acumulada en su diócesis, se recibe la frescura con la que se expresa la fe en iglesias más jóvenes, se tiene contacto permanente con las personas con quienes se comparte su fe, se necesita conocer la cultura del pueblo, para poder inculturar el Evangelio. La misión diocesana quiere ser lazo de unión entre dos iglesias, que se van enriqueciendo con el contacto permanente.

Los sacerdotes que ahora mismo sirven en Benín y Ecuador se sienten enviados por Dios y por nuestra Iglesia diocesana. Para realizar su tarea se insertan en unas iglesias locales, Bembereké y Sachas, que los acogen con afecto, como verdaderos hermanos, pero son conscientes de que al mismo tiempo forman parte de la Iglesia de Asturias.

Importante es que recemos por ellos, además de apoyarlos y ayudarlos.

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