Somos parte
El discurso fácil, simplón, de sencilla administración y rápidamente asimilable no sólo califica a quien lo pronuncia, también a quien sin el menor tratamiento digestivo lo hace inmediatamente suyo para cacarearlo en la barra del bar o en la cola de la pescadería.
Se distribuye un mensaje claro; empecinados en que escarmentemos en cabeza ajena, no vaya a ser, los partidos alternantes –pero sobre todo el del gobierno– tratan miserablemente de hacernos tragar con que los griegos son unos malos pagadores a los que hay que agarrar por las solapas. Ése es por el momento todo su discurso, definido claramente el rival inquietante que les ha salido aquí. Pero incluso si les tuviéramos que creer, la lectura profunda de su alegato es la que sigue: los pueblos europeos no pueden decidir democráticamente de ninguna manera porque los intereses financieros del verdadero poder no lo van a aceptar si ponen en riesgo porcentajes de sus ganancias.
De manera que a los ciudadanos comunes nos hacen comulgar con la rueda de molino de que a los ciudadanos comunes de otras naciones se les debe pisotear. A mí me gustaría que me preguntaran, abiertamente si deseo que los griegos vivan atragantados a cambio de la exigencia de una supuesta deuda innegociable, o si asumo que a los ucranianos o a los iraquíes se les pueda devastar su país para que mi combustible no suba mucho. Ésa es la verdadera cuestión y, como adultos que somos, deberemos asumir lo que proceda en base a lo que las urnas nuestras determinen: cualquier resultado que arrojen nos hace irremediablemente responsables. Arrojar el voto a la urna y taparse la nariz es una imprudencia que nos califica como menores de edad, que es, al fin, lo que todo gobernante que se precie anhela.
Dejo como despedida una cita de Montesquieu que en mi opinión viene al caso: “Si alguien me ofreciera algo en mi beneficio que fuera en detrimento de Francia lo rechazaría, igual que si alguien me ofreciera algo que en beneficio de Francia fuera en detrimento del mundo”.
Pues eso.
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