Domingo Benavides Gómez, sacerdote y sociólogo
Hacía unas horas que me lo había dicho el vicario general, don Jorge:
“Don Domingo se encuentra muy grave.” Acabo de enterarme de que ya ha superado la etapa terrestre de su vida mortal. He de confesar que las cosas que no esperas son las que más te impresionan. Su lucidez mental se mantuvo hasta su última hora. Era como si sus noventa años le auguraran una esplendente primavera de logros y realizaciones intelectuales, todavía para él como en fecunda expectativa. Su deterioro físico no se compaginaba con la frescura de su espíritu.
Mantener una conversación con don Domingo podía considerarse un privilegio de fruición y de disfrute ilusionado, porque merecidamente podías darle la categoría de que hablaba como un libro abierto. Cual las del anciano Néstor, podrías decir que las palabras fluían de su boca dulces cual la miel. No había desperdicio alguno en ellas.
Todo el amplio ámbito de la sociología, de la doctrina social de la Iglesia, de las relaciones de la Iglesia con la sociedad civil, de las relaciones de la Iglesia con el mundo de la Universidad, de los personajes que configuraron el amplio espectro de la sociopolítica, desde la democracia cristiana hasta la configuración de unas líneas de convergencia con cuanto supusiera progreso, adelanto, nuevas perspectivas para el catolicismo, para un cristianismo comprometido con las realidades sociales, todo ello e infinitamente mucho más encontraba en don Domingo un fautor de sapiencias, a las que resultaba siempre grato adherirse.
Las tierras del Honor de Grandas fueron las que acogieron el abrirse de su vida a la luz primera. Allí, en su Grandas de Salime, que siempre fue para él bienamada patria, nació el 31 de enero de 1924. De allí, en la escuela primaria, arrancó el basamento de su formación intelectual. Estudió latines con el párroco, que también hacía de dómine para los que ofrecían gratas expectativas para orientarse hacia el Seminario, desembocando en el clericato. Precedentes tenía entre sus familiares y el joven Domingo era objeto continuado de las oraciones de su madre, que sentía la felicidad anticipada de que uno de sus hijos llegara a sacerdote.
A tal culmen llegaba don Domingo el 15 de julio de 1951, en que, con sus manos recién ungidas, puestas entre las del obispo, que lo acogía en el presbiterio diocesano, le prometía obediencia plena y no solamente a él, monseñor Lauzurica y Torralba, sino también a sus sucesores, para una entrega dedicada en totalidad al servicio de la Iglesia de Cristo para siempre. Pronto tuvo ocasión de poner a prueba que su obediencia no era de alharacas solamente verbales, sino que iba más allá, no teniendo por otra voluntad que la que de su obispo dimanaba.
Subtítulo: Un gran conocedor del papel de la Iglesia en la sociedad española
Destacado: No se le ocurrió para su tesis doctoral otra figura que la del canónigo y deán que había sido de la catedral ovetense, don Maximiliano Arboleya Martínez, una de las figuras más destacadas del clero ovetense en toda su historia
Su primer nombramiento lo acercaba a su Occidente tan querido. Las tierras del alto Ibias le abrían, siempre acogedoras con el que llega, sus brazos para una bienvenida generosa. Era de tarde, cuando lo recibía paternal y bonachón el cura de Degaña. En Larón tenían para él aprestado un caballo, porque allí se acababa la carretera. Por equipaje, cuatro bártulos, algunos libros y los cuatro tomos del breviario, como si le auguraran que allí consumiría la “Pars hiemalis”, el invierno que pronto se echaría encima y, de seguro, con nieves y las mejores expectativas de sentarse en el grato escaño del llar familiar. Seguiría la “Pars Verna” , que siempre al invierno le sigue la primavera. Vendría luego, en sus rezos del oficio divino la “Pars aestiva” o la parte del verano, que ya intuía la del otoño, con proyección de un nuevo ciclo, a través del cual seguir los misterios de Cristo, que son para el ser humano los misterios de la salvación.
En “ca el Roxu” de Villaoril aguardaba a don Domingo la mejor acogida en una familia, que sería para él como su segunda familia, teniendo en Carmen, la matriarca, una segunda madre, cuyo recuerdo te era trasmitido por él con la misma frescura que el día en que se apeó del caballo en la corralada de aquella casa, que fue para aquel casi recién ordenado cura como si fuera la de su madre.
Llegaba nombrado cura de San Pedro de Taladrid, una iglesia de unas hechuras soberbias, con unos retablos del más logrado barroco, con mudéjares artesonados y las heráldicas del “Ibias, Ibias, Dios me ayude” testigos de pasados mecenazgos, que querían para la iglesia de su parroquia lo mejor. Llevaba anejo el encargo de San Jorge de Tormaleo, de San Pedro de Alguerdo y San Clemente. Todas ellas, muy cercanas en los mapas, casi a un dedo o a distancia de un tiro de piedra, según le había demarcado el secretario de cámara, antes de hacerle efectivo el nombramiento, pero en realidad expectativas de horas y horas de andaduras para recorrerlas casi por los mismos caminos por donde transitaron otrora los romanos en busca de extracciones que fueran fecundas en el oro que celosamente ocultaban aquellas tierras.
Don Domingo no buscaba oro, sino que llevaba en sus ímpetus de cura joven un inmenso deseo de acercar las almas de sus feligreses a Dios. La comarca ibiense le ofrecía acogidas ilusionadas. A don Domingo, cura joven, no lo arredró ninguna dificultad. Se sabía continuador de una labor pastoral de la Iglesia de Cristo de todos los siglos. Un consejo le dio el cura viejo, cuando lo despidió en Santa Eulalia de Larón: “Siga per as rodeiras que xa y levan-ló” (siga por las rodadas marcadas en los surcos del camino, que ya verá como lo llevan a la meta).
A don Domingo bien que le habría gustado seguir aquellas “rodeiras” ibienses, pero otros fueron los caminos del Señor. Llamado a Oviedo, fue enviado a estudiar Sociología en el madrileño Instituto León XIII. Por asturiano y por su capacidad intelectual, sus profesores encontraron en él terreno abonado para que granaran las inquietudes sociales que empezaban a sacudir las conciencias de la Iglesia española.
No se le ocurrió para su tesis doctoral otra figura que la del canónigo y deán que había sido de la catedral ovetense, don Maximiliano Arboleya Martínez, una de las figuras más destacadas del clero ovetense en toda su historia. Su investigación cuajó en una de las más sobresalientes obras de la Iglesia española moderna: “Don Maximiliano Arboleya: el fracaso social del catolicismo español”.
Don Domingo investigó infatigablemente en la figura del clérigo asturiano. Por un azar inesperado, un día afortunado vino a parar a su poder el archivo de Arboleya, que hace unos meses legó al Archivo Histórico Diocesano de Oviedo. Sobrepasa el número de once mil documentos, de los que unos seis mil forman su interesantísimo epistolario.
Una ilusión no cumplida para don Domingo: ver publicado el primer tomo de ese epistolario, cuya edición ultima la Iglesia Española de Santiago y Montserrat de Roma.
Desde la gloria del cielo, esperamos que pronto pueda ver don Domingo publicada obra por él tan cordialmente ansiada. Descanse en paz el sacerdote don Domingo Benavides Gómez, quien mejor conoció el papel de la Iglesia española en nuestra sociedad.
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