Los estruendos laicistas y la brisa del Espíritu
¿Cuáles son los fundamentos de este pensamiento que asola nuestra cultura, nuestras raíces y nuestra identidad, que presume de purgar cruces y belenes o de silenciar los ecos de la religión dentro de la escuela?
Vuelve el tiempo de Navidad (seguro que algunos ya estarán pensando en suprimir el nombre por el de "vacaciones blancas" o alguna similar) y con ella la fobia a las cruces, a los belenes, a las estrellas y a los villancicos, esto es, a sus símbolos. Reaparecen los vocingleros que se empeñan en dilapidar los símbolos de nuestra cultura.
Conviene decirles que el significado de símbolo es el de unir, el de recordar y el de actualizar, esto es, el de unir a las personas de una misma cultura, el de recordar aquellos acontecimientos que han aportado un plus de humanidad a nuestro modo de vivir y que, por tanto, conviene no olvidar y actualizar permanentemente.
No son conscientes de que ahogando lo simbólico emerge su contrario: lo diabólico. El rechazo a nuestros símbolos supone el rechazo a aquello que ha nucleado y vertebrado un buen trecho de nuestras vidas, sería como borrar nuestra memoria (seguramente al socaire de algún complejo) y conducirnos a una especie de alzheimer social.
Sin la memoria de Aquel que ha forjado la base de la dignidad del ser humano: el hecho insólito de Jesucristo, el hombre-Dios que ha sido capaz de reconciliar al mundo con el poder del amor, la misercordia y el perdón. El que ha hecho visible el rostro invisible de Dios y, a la vez, hace visible el rostro no visualizado del hombre y la mujer dolientes que nos empecinamos en no mirar, ha manifestado su poder que no es otro que el de la debilidad de la cruz.
Su espíritu es el que ha movido, mueve y moverá el mundo, a pesar de los estruendos laicistas de turno. Por más que se empeñen en ahogar su suave brisa con sus ruidos ensordecedores sabemos muy bien que "hace más ruido un árbol cuando cae que un bosque cuando crece".
Frente a la fuerza de los huracanes laicistas que intentan "ventilar" la cruz con el único pretexto de "crucificar" nuestra cultura, sopla una brisa suave y fresca, la del Espíritu, que de forma misteriosa y profunda contiene y sostiene nuestro mundo.
Ésa misma fue la experiencia del profeta Elías, que no vio la presencia de Dios en el huracán que descuajaba los montes, ni en el fuego, ni en el terremoto, sino en un ligero susurro de aire (1 RE 19, 11-12). Ese poder de Dios muestra su grandeza en su sencillez y cercanía. Ese poder de lo humilde toma en Jesús la forma de la cruz, del Dios que sufre con y por nosotros, que nos llama a entrar en ese fuego ardiente del amor crucificado. Qué pena que a algunos les cause tanta irritación.
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