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Esperando una encíclica

27 de Abril del 2015 - Julio L.Bueno de las Heras (Ovie)

En vísperas de la festividad del Buen Pastor, tan significativa como entrañable dentro de la doctrina católica, se ha producido una graciosa confrontación folclórico-protocolaria que ha tenido su triduo durante el fin de semana, y que podría alargarse cuaresmalmente hasta las calenturas electorales.

Dice el señor arzobispo –y no le falta razón– que se debería adecuar la parafernalia de los disfraces infantiles en la celebración de primeras comuniones. Responde rauda y certera LNE, desde su frecuentemente genial sección de humor de contraportada –y no le falta razón– con la viñeta de un prelado fácilmente reconocible (aderezado con toda la pompa y circunstancia de los no menos artificiosos ropajes litúrgicos) reflexionando sobre el ejemplo como mejor forma de predicación.

Simultáneamente, y en el mismo número del periódico, leemos que la hostelería salva la temporada gracias a las primeras comuniones. Glúcidos, lípidos, prótidos y espirituosos sobre mantel –ricos, ricos...– prestan al cuerpo mortal el alimento del que, en tales circunstancias, ya debiera andar bien dotada el alma inmortal. A la par, los resultados de una reciente encuesta ponen en evidencia que una muy significativa mayoría de la juventud asturiana (presumiblemente con bautizo, primera comunión y subsiguientes ágapes en su haber) que no cree para nada en dios alguno.

El paradójico puzle da para algunas reflexiones, y me permito abrir turno antes de que los partidos políticos metan sus manazas, discutiendo si las comuniones han de gravarse tributariamente como legado patrimonial, como alimentos de primera de necesidad, como cultural o como artículos de lujo.

Empezando por lo último, a mí, que Asturias anuncie un futuro descreído en materia religiosa, me parece coherente con su empeño, consciente o inconsciente, en colocarse en sitios pintorescos de los rankings (personalmente, tanto la beligerancia atea de un minero como la bovina fe del carbonero –ambos recursos metafóricos, tengamos la fiesta en paz con los colaterales– me inspiran similar empatía personal y respeto intelectual. Poco).

Segundo. Que la hostelería dependa de los eventos litúrgicos es, de antiguo, una realidad incontestable en todas las culturas y en todas las religiones. En todos los libros sedicentes sagrados, incluidos los Evangelios, a mi modesto juicio, y graciable fe a parte, en el “top” de la coherencia y de la respetabilidad objetiva dentro de este tipo de literatura, hay copiosos ejemplos de este nexo festivo, casual, ritual u oportunista. Los momentos estelares de la Palabra, con mayúscula, conviven con presumiblemente suculentos corderos asados y pescaítos a la brasa, sin que falte pan y vino de no menos presumible buena calidad, dado el noble destino que a tales excipientes les estaba destinado dentro del dogma cristiano. Ad maiorem Dei gloriam, en un país con pocos recursos singulares además de hostelería y rituales coloristas (no pocos de ellos vinculados al atavismo religioso, como las recientes Semanas Santas o vacaciones de primavera, Navidades y demás fiestas patronales), este maridaje podría merecer el rango de variantes de religión laica en el contexto de la Alianza de Civilizaciones.

Tercero. De los excesos formalistas que las liturgias han venido imponiendo a lo largo de los tiempos, encorsetando las más respetables y fundadas creencias trascendentes en manifestaciones regladas o estereotipadas, qué voy a decirles yo: la propia Iglesia católica viene reconduciendo y modulando, a tenor de los tiempos y de los vientos, excesos varios; desde el férreo ayuno antaño exigido para la propia comunión eucarística, a las coronas, plumeros y sillas gestatorias de sus sumos pontífices. Pompas y vanidades impostadas contrastan con la probada austeridad del Hijo del Gran Jefe, y el fondo de armario de los templos que pueden permitirse el lujo extra de una casulla azul celeste por la Inmaculada contrasta sangrantemente con la pobreza de algunas parroquias, no digamos ya de todas las misiones, y con el desnudo patetismo de todo crucifijo.

Finalmente, demos gracias a Dios por que las mayores desviaciones del buen gusto del pueblo fiel cursen, en registro de incruenta competitividad carnavalesca, vistiendo a los niños de marineritos, de almirantes o de caballeros de alguna de nuestras órdenes religioso-militares y a las niñas de hadas o de virginales novias o novicias. Con el ambiente cultural que se respira en España, ya podría haber llegado a los blancos reclinatorios la onda de la estética de alguna serie de la Cuatro, de “Juego de tronos” o de “Star Wars”. O, lo que sería peor, la de los vaqueros rotos caídos y los tangas valorizando pompis.

Si eso no ha pasado todavía es porque el Buen Pastor existe y vela por su rebaño. Cuando llegue a pasar, hasta el mismo Dios excusará a los que digan pasarse al bando de los agnósticos. E incluso al de los ateos.

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