La peor calaña

22 de Mayo del 2015 - José Luis Peira García (Oviedo)

Las estéticas que propone el cine se han hecho tan habituales que terminamos por asumir que las cosas son como se nos dice y no como en realidad deben ser. Así, en las producciones estadounidenses y, por imitación, las europeas, nos suelen presentar a los narcotraficantes y mafiosos como unos malvados con clase. Malos, sí, desalmados, pero con un estilo de vida sofisticado y envidiable, rodeados no sólo de lujos, sino con un gusto refinado, etiqueta y hasta cierta ética, un tejido de lealtades, una gran familia protectora. La verdad es que a uno, ante tal panorama, le dan ganas de hacerse narco.

Por no abandonar el cine, contaré que tropecé hace tiempo con el trabajo de un director colombiano que muestra otra (muy diferente) imagen que, sospecho, debe de ser bastante más cercana a la realidad. Allí se refleja la verdadera hediondez de una ralea cuya catadura resume todo lo malo del género humano. Incluso quienes se mantienen en el pináculo de su casta son, sencillamente, gentuza. Toda su riqueza material, su pasta gansa, no alcanza para vestir de seda a la mona que simia se queda. Nada de sofisticación. El cerdo aspira a la felicidad del cerdo, dijo Leonardo da Vinci, y así es. Las películas de este director muestran con pasmoso realismo cómo debe de ser ese mundo.

En ese orden de cosas podemos tentarnos a pensar en los corruptos de gran tamaño. Españoles, digo, a qué ir más lejos. Si no profundizamos, caeremos en el error de que casi todos ellos son refinados amorales que, tras trincar una comisión, se van a disfrutar de Wagner, a leer a Plinio, a contemplar la Naturaleza acaso. Pues resulta que las escuchas y grabaciones filtradas a la prensa muestran reiteradamente que en no pocos casos los actores principales del choriceo patrio son unos malditos paletos incapaces de distinguir la b de la v, que se dejan ver indistintamente por los toros o la ópera porque lo único que perciben es que en ambos sitios hay gente que los saluda.

El mérito del malo, comprendió Quevedo, es ser, de los malos, el peor. Escucharlos negociar sinecuras y pelotazos administrando el bien común como si se tratara del abono de su cabaña ganadera con un lenguaje y modales propios de güisquería de tercera pasma a ciudadanos como yo, aunque lo admirable y preocupante es que estos elementos obtengan una y otra vez el respaldo popular en las urnas. Ante semejante evidencia sólo me cabe la certeza de que quienes aúpan a esta calaña no deben de ser muy distintos de ellos, y ésta es la radiografía que nos queda. He dicho.

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