Un castellano de Oviedo
Se dicen los vascos que nacen donde les da la gana. Se dicen los gallegos que nunca dejan de ser gallegos. Se dicen los andaluces que son andaluces para siempre.
Muchas veces he sido preguntado por mi procedencia, ya que mi acento poco muestra mis raíces ovetenses y mucho menos asturianas. Lógico, ya que de ovetense tengo todo pero de asturiano poco, excepto el amor que me une a mi región. Una región hermosa donde las haya, con sus playas y sus montes, la apertura y bondad de sus gentes, más gancho que duende hay en Cádiz con todo mi respeto al gitano, la brutalidad de sus revoluciones y uno de los pocos lugares de España donde ir a esquiar y bañarse en la playa el mismo día, un 21 de abril es posible. Un sentimiento muy fuerte que tira, que une, pero que hay que vivirlo desde pequeño.
Yo, nacido en Oviedo, de familia castellana, heredero de la Cibrera y terrenos de la Vega de Toro, gozo de la bendición de haber sido criado entre Asturias y Castilla y León, con todo lo que ello supone, la amabilidad asturiana y la rectitud castellanoleonesa, la amistad aquí tiene valor y duración. Siendo realistas, ¿quién no ha conocido a un levantino que promete amistad eterna y no se le vuelve a ver en la vida? He tenido la suerte de terminar la mayor parte de mis veranos pasando por el túnel del Negrón, secarral desértico por el Sur, fresco, verde y emociones por el Norte. Una autopista donde sólo los forasteros respetan los límites de velocidad. Nosotros, los locales.... Tira, que libras.
Hace poco, hablando con un ovetense de raíces moras, cuyos ancestros no pisaban Asturias desde que las llevaron en el 722, me explicaba el fulano que era asturiano de pura cepa. Cosa rara según mi opinión, ya que a pesar de haber nacido en Oviedo, toda su familia procedía de Siria, Libia, o que sé yo; pero sí, este hijo de Alá se sentía asturiano, que tiene narices la cosa.
Considerando Asturias como una preciosa dama, muy adictiva, con sus encantos, sus curvas, su decencia, su buen carácter, su gracia y su honestidad, todo su salero y sus cien mil virtudes más, ni que decir tiene que de ella me enamoro como un pardal, intento liarla y que hagamos ayuntamiento, estoy atado a ella, profesándole mi amor eterno, prometiéndole el oro y el moro, toda mi vida con ella pero aún no la tengo convencida.
Y al rato, un iluminado que, sin habérsela trabajado como he hecho yo; sin haberle dedicado su tiempo y su vida, le hace dos gracias, ji, ji, ja, ja, le planta dos besos, uno por mejilla, y se va fanfarrón, hinchado, como un gochu acercándose San Martín, pregonando que ya es suya.
Para ser asturiano de raigambre no hace falta ser hijo de. Hace falta ser nieto de. Haberlo vivido, disfrutado, que tu pueblo esté allí, criarte con esa cultura, y para ello, obviamente, hacen falta varias generaciones; por lo menos, tres. Deduzco que el autor de la herejía nunca había puesto el pie en la tierra de sus padres.
Y si yo no me siento asturiano, no es porque ella no sea suficiente buena para mí, por muy enamorado que esté de mi tierra, no. No se confundir. Es porque yo aún no soy digno de ella.
Asturiano se debería escribir con mayúscula porque, dejando de lado las normas ortográficas, así es el sentimiento, mayúsculo.
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