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El síndrome de Medea

3 de Junio del 2015 - Fermín Manzano (Oviedo)

Como es bien sabido por la tragedia de Eurípides, Medea, le esposa de Jasón el de los argonautas, mata a sus hijos para vengarse de que éste la dejara para casarse con la hija, Glauce, del rey de Corinto, Creonte.

Según los críticos esta obra, es una de las mejores obras de Eurípides e incluso de toda la tragedia griega, por su forma de resaltar enardecidamente las miserias de la opresión de la mujer en una sociedad de marcado carácter patriarcal: De todas las criaturas que tienen mente y alma no hay especie más mísera que la de las mujeres; han de acopiar dinero con que compren un marido que en amo se torne de sus cuerpos; Así como de destacar sus valores de fuerza y de firmeza ante los acontecimientos que se desencadenan: La espada tomaré y, aunque haya de morir, les mataré, a la fuerza recurriendo y a la audacia, lo que la ha convertido, de paso, en abanderada de numerosos movimientos feministas.

La obra fue presentada en las Grandes Dionisias del primer año de la 87 olimpiada (432-431 a.n.e.), alcanzando entonces la tercera posición por detrás de Sófocles y Euforión (hijo de Esquilo). Ha sido presentada y representada a los largo de la historia, sobre todo de la reciente historia, como un acto de rebeldía (injustificable, pero de rebeldía al fin y al cabo) de la mujer ante la situación de férrea opresión en que vivía, como queda patente en los versos anteriores.

En una sociedad fuertemente ideologizada en ese sentido, como era la ateniense de la época, por ejemplo, toda la vida de la mujer se centra en su dedicación al marido y a la casa (Aristóteles la equipara a los esclavos y a los extranjeros), y su función como suministradora de hijos hacia la filiación patrilineal se convierte en algo más que una mera función en su obligación hacia su marido, se convierte en la función por excelencia: garantizar la descendencia masculina de su esposo (cuando nacía un niño se ponía un rama de olivo en la puerta, el olivo representa la lechuza de Atenea, recordemos, si la nacida era una niña una cinta de lana, en cambio una nueva suministradora de hijos, estar en cinta) y por lo tanto la continuidad del clan patriarcal. En esta situación el repudio o abandono de la mujer por parte del marido se convierte prácticamente en su condena a la nada social, en su aniquilación como persona: porque honroso el divorcio no es para las mujeres, ni el rehuir al cónyuge, sique diciendo Medea en los versos citados. De ahí que la rebelión medeática contra esta situación sea a la vez la más cruel y la más eficaz: la destrucción de la filiación patrilineal apuntada personificada en la muerte de los hijos, sobre todo de sus hijos varones, es la destrucción del propio clan patriarcal del marido, al que se le sesga la continuidad, al menos con ella.

No es casualidad que muchos de los casos actuales de muerte de hijos a manos de sus madres se produzcan en situaciones sociales fuertemente ideologizadas en ese sentido o al menos en reductos sociales en donde se atrincheran resistentemente este tipo de ideologías, tan difíciles de erradicar como es bien sabido y como se denuncian cada día en los medios de comunicación. El último caso del que hemos tenido noticia en Barcelona, se ha dado entre inmigrantes bolivianos que, con perjuicio de su componente xenófobo, pertenecen a una de las sociedades más machistas de toda Latinoamérica como así queda reflejado en estudios llevados a cabo por las Naciones Unidas: Es América Latina una zona roja de violencia contra las mujeres. Aunque las cifras existentes no evidencian la magnitud real del problema, ya que muchas mujeres no denuncian, principalmente por miedo, la violencia de género afecta a entre el 30% y el 60% de las mujeres, según el país (Datos de 2008).

Es curioso, sim embargo, observar como en nuestra muy occidentalizada y democrática sociedad moderna, muchos de los análisis mediáticos y/o políticos que se hacen acerca de estos casos de asesinatos de niños y niñas por sus madres, se adjudiquen casi en su totalidad a trastornos de tipo picológico-psiquiátrico; aunque últimamente se están adjudicando algunos a motivos de índole económica (al rebufo de la contumaz crisis que nos ocupa), sobre todo cuando hay por medio un desahucio, o al menos previsible en el horizonte (como era el caso de Barcelona, al que un periódico digital llegó a titular directamente: Mata a sus hijos de 8 y 11 años por problemas económicos (La Burbuja. Foro de economía). Cuando no a los dos, pero en ningún caso aparecen consideraciones de carácter antropológico-social.

El síndrome de Medea es considerado por la psiquiatría-psicología moderna como un trastorno de la personalidad de origen psicológico, basado en algún tipo, quizá, de trauma psiquiátrico, tipo esquizofrenia o algo parecido, pero muy alejado en todo caso de cualquier consideración de índole antropológica o sociológica, como hemos dicho, ni mucho menos filosófica (entre otras cosas porque psicólogos y psiquiatras se barruntan como nuevos filósofos en el horizonte mediático, capaces de hablar en exclusiva del ser humano). Porque hacerlo quizá suponga un connato de sospechosa justificación de la conducta llevada a cabo. Y esto, claro, en un contexto de marcado carácter fundamentalista democrático, donde impera lo políticamente correcto por encima de la lógica de la verdad, y que acelera la locura de la carrera hacia adelante del yo más que tú que caracteriza a todos los personajes con voz mediática, sean públicos (políticos) o privados (periodistas y especialistas), puede resultar inaceptable, sobre todo si se hace desde posiciones autodenominadas progresistas.

Sin embargo son muchas de esas personas, políticamente correctas, que tildan los actos de esas mujeres como execrables desviaciones de personas enfermas incapaces de comportarse con decencia en una sociedad democrática moderna, las que acuden, quizá para cumplir con sus obligaciones culturales, en las noches calurosas del verano, en las ruinas de los viejos teatros griegos y romanos, a las últimas representaciones que año si y año también se llevan a cabo de la gran obra de Eurípides, y a la que, seguramente, aplaudan a rabiar, cuando al final de la obra, Medea responda a propósito de porque había cometido acto tan atroz: por vengarme de ti, Jasón.

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