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Universidad contra realidad

13 de Diciembre del 2008 - Pablo González García (Avilés)

Hace unos meses me dieron un papel donde dice que ya tengo «licencia para ser médico». Seis años de estudio piden un poco mirar hacia atrás, en los bardiales del camino, para ver qué cosas se han aprendido y aprovechado.

Cuando se sale del barrio y se llega a la Universidad (de Oviedo, en este caso) te sientes un poco pequeño, todo parece formal, gris y serio, los bancos de piedra y las caras solemnes.

Uno pensaba al empezar, ya sea por ingenuidad o poca experiencia, que la Universidad era un sitio de discusión, diálogo y movimiento. Que servía a las personas que pasan por ella para formarse una conciencia crítica y adquirir unas capacidades útiles para los demás. Qué bonito parece todo al principio, ¿no?

Pero haciendo balance de su influencia en la formación personal y colectiva, tengo la sensación de que es un mecanismo más de «estandarización», alienación y control social. Y explico por qué:

La transmisión de conocimientos se hace de una forma más bien acrítica y memorística. Aprendemos a almacenar datos como verdades absolutas, sin ningún tipo de criba, reflexión o cuestionamiento. Aprendemos la medicina teórica de los grandes tratados polvorientos y los catedráticos inmaculados. No la medicina de la realidad. Hemos pasado tantas horas en aulas de hormigón, tan callados, tan pasivos... Y yo no creo tanto que sea una cuestión de tizas o "powerpoint", como apuntaba una compañera en nuestra graduación, sino en el esquema (anti) pedagógico de un experto y muchos tontos que le escuchan... Se nos enseñan, pues, no sólo esos datos, sino a ser el profesional medio (ya sea médico, ingeniero o trabajador social) que no se cuestiona lo que hace.

La Universidad vive en su mayoría no ya ciega o sorda, sino directamente de espaldas a la sociedad, que confía en ella como en un becerro de oro. Fuera de servir como herramienta para acercar la cultura y el conocimiento letrado a la gente, mantiene a sus miembros en una burbuja, inmune a los olores y sabores de la realidad. Y eso se traduce en su nulo esfuerzo por transformarla.

Respecto al funcionamiento democrático, es complicado hacer una Universidad abierta cuando en la participación en las decisiones locales (escuelas y facultades) hay una tan deprimente participación, especialmente del personal docente. También me cuesta entender que es democrático que mi voz o mi voto valga la decimosexta parte del de un catedrático. Hace falta algo más que tiempo para que se cambien los funcionamientos del franquismo en las instituciones públicas. Y el aguilucho que preside el Paraninfo del Edificio Histórico nos lo recuerda al entrar.

Y en estos tiempos de la llamada crisis (que pagamos los que no la provocamos) da miedo mirar cómo la Universidad se abre de par en par al libre mercado con el plan Bolonia. Nos lo venden como un aumento de la «autonomía» del estudiante, cuando implica una mayor dependencia (económica e ideológica) de los intereses de las grandes corporaciones. La educación superior no es ya un derecho, sino una fábrica que produce técnicos según las necesidades no de la sociedad, sino del que paga... Y ya es una realidad (menos becas, más préstamos al estudio), creciendo en consecuencia la barrera socioeconómica que sigue existiendo en el acceso a la Universidad. Reflejo, por otra parte, de los valores enfermos de nuestro tiempo (el valor del dinero, individualismo, masificación, control de la información y el pensamiento).

Empezamos escuchándole a alguien algo de que éramos muy «buenos» por nuestras notas, y nos vamos con la misma canción elitista. No, no somos mejores ni diferentes. Sólo aprendemos un oficio, que es lo único que dejan aprender ahí. En cualquier caso, privilegiados por estudiar el oficio que queremos. Pero ¿puede una persona que en seis años ha visto más libros que personas enfrentarse a la realidad de la gente?

Creo que se hace urgente rascar la purpurina y el orín, abrir las ventanas y acercar la Universidad a la gente y sus problemas. Quiero aclarar también que, por supuesto, existen honrosas (y muy queridas) excepciones, pero que se pierden en la generalidad.

Y a unos meses de empezar, por fin, a trabajar (asalariadamente) y con mucha probabilidad de ser considerado «vago y maleante» por nuestro dedócrata consejero de Sanidad, también piden estos años agradecer a Begoña Roibás (CS La Magdalena), a Julio Vallina (CS Llano Ponte) y, sobre todo, a Agustín Sánchez (CS Sabugo) el abrirme su consulta con todo el cariño para, robándole horas al estudio, aprender de su mano la medicina de las personas.

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