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"El órgano del traje gris"

9 de Junio del 2015 - Agustín Acebes Fuertes (Gijon)

En 1955, Sloan Wilson escribió una novela titulada “El hombre del traje gris”, que al año siguiente fue llevada al cine, en una película del mismo título, interpretada por Gregrory Peck, y donde un hombre acaudalado veía mermada su fortuna convirtiéndose en un ciudadano mediocre y “gris”. Muchos años después, en 1988, el cantautor Joaquín Sabina, también recurrió a la figura del “hombre gris” para poner título a uno de sus trabajos menos afortunados.

El gris es un color intermedio entre la máxima luminosidad del blanco y la nula que tiene el negro, y es con este color con el que solemos referirnos al lado poco agraciado de las cosas. Decimos, así, que es gris la vida monótona, sin demasiados altibajos, o que una persona es gris cuando su carácter es triste y taciturno. La niebla que se apodera de los días soleados, hasta eclipsarlos, también es gris, el mismo color de la ceniza en que se trasforma nuestro cuerpo incinerado.

Pero hay excepciones, lugares donde el color gris vira de la penumbra a la brillantez más radical. Donde esa cualidad cromática, siempre monótona y fría, pasa a designar algo valioso y noble. Tal cosa ocurre en la parte exterior de nuestro cerebro, (”sustancia gris”), llamada así por la apariencia que muestra el órgano en su exterior, donde se asienta la mayoría de sus neuronas formando un manto, envolvente, que lo recubre y se adapta perfectamente a él, como si fuese la más fina y exquisita de las telas, por lo que se le ha denominado con el cinematográfico nombre de “El órgano del traje gris”.

El cerebro es el ordenador más perfecto jamás construido, con el que todos tenemos la fortuna de venir dotados de serie. Nacemos con un ejemplar gratuito, encima de nuestros hombros y en medio de ambas orejas, cuidadosamente protegido por una dura coraza: el cráneo. Gratuito y para toda la vida, pues tal maravi1loso regalo de la naturaleza (por lo menos de momento, aunque nunca se sabe), aún no tiene recambio.

Hace ya muchos años que vi un ejemplar, al natural, por vez primera. Era yo un joven de pelo largo, al más puro estilo “beatle”, cuando tuve la oportunidad de tener un cerebro entre mis manos. Eran unas prácticas de la asignatura de Anatomía, en la Facultad, y aquella experiencia me dejó marcado para siempre. Tanto, que si ahora soy neurólogo creo que fue por aquella ocasión (todas las primeras veces dejan huella) en que inspeccioné, palpé y corté mi primer cerebro. Hay dos detalles que resaltan en mi memoria de aquella primera experiencia. El intenso olor a formol que despedía el recipiente, donde reposaba, y la sensación de grima que me provocó aquel enorme cuchillo jamonero, con el que lo fui cortando, en lonchas, cuidadosamente ordenadas, por su tamaño y colocadas encima de una mesa metálica. Con el tiempo, corté muchos más, tanto en la Facultad de Medicina como, ya en el período de formación especializada, donde las “sesiones de corte de cerebro” tenían muchísimo éxito. ¡Pero nunca fue ya como aquella primera vez!

A medida que fueron apareciendo las nuevas tecnologías de diagnóstico por la imagen (TAC, RNM), que permitían que los cortes cerebrales fueran virtuales y no reales, aquellas sesiones fueron perdiendo popularidad, y hoy los médicos residentes pasan su formación sin haber cortado nunca un cerebro.

El órgano más importante de nuestro cuerpo pesa poco más de un kilogramo; su tamaño nos permite abarcarlo con una sola mano, y su consistencia es plástica o gomosa, después de pasar un tiempo en liquido conservante, pues al natural, es mucho más blando. ¡Se parece mucho a una gran “chuche”, de esas que les encantan a los niños! ¡Como una enorme “gominola”! Hay un dato que indica que en “este sitio” se tienen que hacer grandes cosas, pues representando sólo un 2 por ciento de nuestro peso, sin embargo, consume mucha energía, el 20 por ciento de todo el organismo, fundamentalmente en forma de glucosa y oxígeno.

Pero, con todo lo apasionante que resulta ser el cerebro, sigue siendo un gran desconocido. Tanto, que han surgido iniciativas para conocerlo mejor. Así, en el año 2013, nació el “proyecto Brain” avalado por la Administración americana, con gran empeño personal del propio presidente Obama. Se pretendía, siguiendo el ejemplo del “proyecto del genoma humano”, dibujar un “mapa del cerebro” lo más detallado posible, poder conocerlo más y mejor implicando en la tarea a empresas de la envergadura de Google y Facebook. Difícilmente podremos aliviar o curar enfermedades tan demoledoras como el párkinson o el alzhéimer, si desconocemos las claves básicas del funcionamiento del órgano donde se desarrollan. Un potente ordenador biológico, de cuyo buen funcionamiento no sólo depende nuestro cuerpo, sino también nuestra mente, soporte de nuestro psiquismo, y esencia de nuestra condición humana.

Son muchas las especialidades médicas (neurología, psiquiatría, psicología) que se ocupan de su estudio y de procurarle alivio, y son, también, numerosos los campos del conocimiento humano donde la neurociencia es tenida en cuenta (“neuromanagment”, “neuromarketing”...), en un protagonismo creciente de una rama del saber a la que todo el mundo parece querer dirigir su mirada.

Ante esta creciente expectación, han brotado, como las semillas en primavera, los “neurodivulgadores”, transmisores de “neuroconocimiento”. Yo me he convertido en uno de ellos.

Soy neurólogo, veterano en la práctica clínica, pero deslumbrado, como un joven novicio, ante las posibilidades que brindan internet y las redes sociales. Tanto, que me he enganchado a ellas. Hace dos años y medio, me subí a Facebook y creé mi propia marca: “neuro ACE’ (acrónimo de mi especialidad y mi primer apellido) iniciando un viaje que ha merecido la pena. He podido opinar y divulgar, y también he aprendido de mis “followers” (otro anglicismo más para la colección) y, sobre todo, he intentado crear un “rincón en la red” para el encuentro, con la neurociencia como aglutinante, sin desdeñar el arte, el humanismo, la solidaridad... el ser humano, en su conjunto, en un tono amable y cordial. De ahí, el subtítulo: “Neurociencia para andar por casa”.

Esta apasionante historia de neurociencia, cerebro y divulgación en redes sociales he pensado que merecía la pena ser contada, con un poco más de sosiego y calma, y para ello he escrito un libro. “El órgano del traje gris” es su titulo. Sería un enorme placer poder tenerles a bordo de esta apasionante singladura.

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