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Crisis existencial y depresión

14 de Junio del 2015 - Ana Raquel López Arango. (Luarca)

La dolencia más extendida es la soledad. La ausencia de una comunicación abierta es la raíz de la infelicidad. En unos casos, esta soledad se apodera de la persona a quien, en su naufragio existencial y perdido y sumergido en una honda melancolía, se le dibuja el mundo como un páramo brumoso. Este estado de ánimo y el modo de manifestarse, a la mirada inexperta, inducen al error, al identificar lo que es una crisis existencial con lo que es, en rigor, una depresión. Mas, en ambos casos, el sentimiento de infelicidad está presente.

La infelicidad, como cualquier otro estado doloroso, impele a quien así lo sufre a buscar el alivio. Las formas de salir de él son diversas. Hay quien espera comprensión o, cuando menos, algo de atención. Cuando las limitaciones y obstáculos para una comunicación abierta lo son de quien se siente profundamente desdichado, la búsqueda de una salida está abocada al fracaso. Así, es fácil descubrir en la persona afectada la necesidad de estar rodeadas de otras personas. Cuando esta ocasión se da, es fácil comprobar cómo esta situación la coloca ante el espejo de su propia soledad: sola con su soledad. Cuando, en una huida hacia delante, busca alivio en la promiscuidad, después de la mentira de una noche y al despertar, descubrirá, en el otro extremo de la almohada, la huella de su soledad. Si es el caso que la promiscuidad se ha convertido en una actividad compulsiva, la soledad se dibuja, entonces, con rostro de hastío. Si la persona es herida por la zarpa de la melancolía, entonces la infelicidad anidará en su pecho y cegará sus ojos para todo aquello que no sea su propio dolor. El hecho es que, en cada uno de estos casos, a cada tic-tac, la infelicidad, de la mano de la insatisfacción, hará anhelar la llegada de la última hora, en aquel que la desesperación es el manto de cada una de sus noches y una ondulada soledad reverbera en las paredes de su habitación.

¿Pintan estas pinceladas el rostro de la depresión? No. Tan sólo es el retrato de una profunda soledad que ha socavado el inestable andamiaje de la vida. Es el drama del que ha cultivado cinco mil rosas en un mismo jardín y no encuentra lo que busca; el drama de quien, ciego de ojos, no busca con el corazón el pozo de aldea donde apagar la sed; el drama de aquel que nada es, porque no ha domesticado a nadie, porque nadie le ha hecho su amigo; es, en fin, el drama de aquel que no es único en el mundo para ningún otro ser.

Hasta aquí, el rostro de una crisis existencial. ¿Qué decir acerca de la depresión? Subyace, también, una profunda soledad. Soledad lo es en ambos casos, tanto en quien se ha visto sobrepasado la vida, como en quien ha quedado atrapado en la melancolía de la depresión. Para ambos, hablar es el tratamiento: cura de la palabra. Ahora bien, en ambos hay una dificultad añadida. Es notorio que la dificultad que el alma encuentra para abrirse es proporcional al valor que concede a su ser íntimo. Así, encontramos que, en aquella persona que ha hecho de su vida el proyecto de construcción de sí mismo, el acceso a su intimidad lo concede, con manifiestas reservas, a la persona más allegada; consciente como es de que la intimidad la perturbarán los otros, la soledad buscada –su soledad– quedaría desdibujada en la marea de los otros y, en el ruido de los otros, su voz dejaría de ser la de su soledad. También es el caso de que no siempre es fácil el acceso a la propia intimidad. Esta dificultad se levanta como muro infranqueable para quien su soledad le conduce al naufragio de la desesperación y de la melancolía. Ambos, tanto el atrapado en la insondable melancolía como el náufrago en vida, lo admitan abiertamente o no, buscan aliviar su dolor con la persona elegida para abrir su alma; ambos, se resistan o no a admitirlo, en los pliegues de la infelicidad, anhelan la atención de este espectador y no de otro. Se comprende que, para quien su estado es bien una situación personal de melancolía, bien un estado de zozobra existencial, encuentre en el psicoterapeuta el confidente y descubra la facultad curativa del hablar.

Cada día es fácil dar con el fenómeno que se resiste a esta descripción de la soledad y de la intimidad. Cierto es que hay individuos que no guardan el más mínimo decoro en exhibir su vida privada; ahí están, en los medios de comunicación, en la barra de una cafetería, en los espacios de ocio de la empresa, en los medios públicos de transporte. Pero, precisamente, esta falta de pudor para hablar de los asuntos personales en público, esta pasarela de lo propio, delata la presencia de secretos insondables en el alma del exhibicionista, a los que él mismo no se atreve asomarse. El exhibicionista, exponiendo sus asuntos en el patio de vecinos, no otra acción lleva a cabo que la de huir de la llamada que lo insondable de su alma le reclama.

Volvamos. La soledad, náufraga en la melancolía, es propia, íntima, esquiva siempre con lo público, confidente a ratos. Quien en su alma ha anidado la soledad tiene necesidad de hablar y, consciente o no, conocedor o no, busca recuperar las ilusiones perdidas en la cura de la palabra, en el hablar del sentiente con el tú atento. La infelicidad, en cambio, será siempre la sombra de la soledad que se adentra en los nosotros muchos.

Ana Raquel López Arango (psicólogo y logopeda)

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