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Escuela pública y concertada

30 de Junio del 2015 - Juan José García Fernández (Oviedo)

Termina el curso con una escuela asturiana crispada por el sectarismo y la incompetencia de la Consejería de Educación. Sirva de botón de muestra: se aprueba el currículo de Secundaria y Bachillerato estando en funciones y a una semana de acabar el curso. Un desprecio absoluto a la tarea organizativa de los centros por no hacer las cosas en tiempo y forma, lo que a ellos si se les exigirá, y una auténtica provocación por no admitir la mínima aportación por parte de quienes no piensan como ella. Una imposición ideológica sin precedentes que muestra la escasa altura democrática de nuestra consejera de Educación, pues insiste en responder que todos tenemos nuestra ideología, como si alguien le negase el derecho a la suya, pero no alcanza a entender que un responsable político que gobierna en nombre de todos debe también respetar y tener en cuenta a quienes no participan de sus ideas.

Con todo, quisiera atender a dos cuestiones problemáticas que no sólo dificultan el pacto educativo deseado por todos, pero que nadie consigue, sino que adquieren tal relevancia con cada reforma educativa que acaban distrayendo el necesario debate de cómo mejorar nuestra sistema educativo. Me refiero a los asuntos de la escuela pública-concertada y de la asignatura de Religión. Cómo será que ni yo, que soy profesor de Religión, me concedo tanta importancia; pero lo cierto es que con cada nueva ley educativa, la religión acapara no pocos titulares, para frustración de los sucesivos responsables de las reformas.

Y lo peor es que de nada sirven los llamamientos al diálogo, pues en estas cuestiones los argumentos hacen imposible el encuentro. Ya, para empezar, porque quienes plantean que el estudio de la religión sólo cabe en las iglesias y que quien no elija un colegio público se lo pague, echan con ello de la escuela y del diálogo a quien pueda argumentar lo contrario. Tampoco sirve hablar de derechos de los padres a elegir la educación de los hijos, que forma parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que también recoge nuestra Constitución, pues no se entienden como los demás derechos sino como meros privilegios.

Pero sin querer entrar en guerras de números, lo cierto es que hay que reconocer que cada postura cuenta con un porcentaje de apoyo social que no se puede despreciar desde una perspectiva verdaderamente democrática. Pretender un pacto educativo imponiendo una u otra opción es condenarlo al fracaso. Si a eso unimos que no es fácil el debate sereno por ser éstas cuestiones que siguen “encendiendo al personal”, todo parece indicar que la solución no pasa por vencer o sentirse vencedor en el diálogo, sino que habrá de buscarse fuera del mismo. Y, a mi juicio, hay dos referencias para vencer el enquistamiento: nuestra Constitución y nuestra pertenencia europea.

La Constitución ha sido un gran invento que ha convertido España en un país moderno y desarrollado como nunca. Cualquier observador imparcial que estudie nuestra historia lo afirmará y destacará el clima de convivencia y el bienestar que ha supuesto. Quienes hoy la ponen en duda no hacen otra cosa que ponerse en entredicho a sí mismos y sus intenciones.

Una Constitución siempre abierta a la reforma y a la puesta al día, pero que exige para ello beber de su fuente original, el espíritu de la transición, para el que la España que queremos es una España en la que quepamos todos los españoles; de ahí el alto grado de exigencia de consenso para cualquier reforma constitucional. No es una mera cuestión de renuncias tácticas, ni se niega la propia ideología, pero se sabe ver y reconocer la realidad de España, de su pueblo, de su historia y cultura.

Esta misma esencia es la que debería aplicarse a la hora de alcanzar un verdadero pacto educativo. No debería aceptarse ninguna reforma del sistema educativo que no tuviera al menos el mismo respaldo que se exige para reformar la Constitución. Y sirva de ejemplo, quizás a uno le gustaría que España siguiese el modelo laicista francés, pero es la opción aconfesional la que reúne a todos los españoles. Obviamente le gustará menos pero también reconocerá que así es España y que nunca es mejor imponer y dejar fuera a quien no piense como yo.

Y nuestra pertenencia europea es sin duda una buena referencia a la hora de pensar un pacto educativo. Aprovechemos la suerte de estar en un club donde se encuentran algunos de los países con mayor nivel educativo, no sólo para aplicar sus recetas, también para superar nuestros enquistamientos, para abrir las ventanas de nuestras fronteras y dejar que corra el aire y se lleve nuestros recelos y prejuicios. Así, por ejemplo, los niños británicos, alemanes, holandeses, belgas, portugueses, italianos, suecos, finlandeses, irlandeses, suizos, griegos, polacos, noruegos, austriacos, búlgaros, croatas, checos, eslovacos y lituanos tienen clase de Religión en sus escuelas y no pasa nada. ¿Por qué aquí tanto lío y sobredimensión?

Urge, pues, pacificar nuestra escuela de debates y tensiones estériles. Lo que tenemos entre manos es la educación de nuestros hijos y, con ella, el futuro de nuestro país. No podemos permitirnos el desastre de cambiar las leyes educativas con cada nuevo Gobierno. Pacto educativo, sí o sí.

Juan José García Fernández, Oviedo

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