Patalear

11 de Septiembre del 2009 - Félix Richard

Ella ya no te necesita. Tiene tu recuerdo que vale más que tú.

A. Casona

Dos ranas juguetonas vivían en una granja. Una mañana se pusieron a saltar sobre el suelo de lechería, con tan mala suerte que fueron descubiertas al instante por el arma del lugar. La mujer se enfadó y fue por el escobón.

Asustadas, las dos ranas saltaron hasta una de las esquinas buscando dónde esconderse. Con todas sus fuerzas saltaron y dieron el mayor salto de su vida. Con tan mala suerte que aterrizaron con un sonoro ¡plof! Habían caído ni más ni menos que dentro de una lechera de nata fresca.

-Maldita sea- dijo la segunda rana a su compañera. ¡Estamos acabadas! Jamás podremos salir de aquí con vida.

-Sigue pataleando- exclamó la primera rana. Tiene que haber una forma de salir de aquí. Ya se nos ocurrirá algo.

-No puedo más. Estoy exhausta- se quejó la segunda rana. No me quedan fuerzas para seguir pateando. Además, no serviría de nada. La nata no te permite nadar y es tan resbaladiza que no nos permite trepar hasta arriba y decir adiós a la lechera. No hay forma de salir de aquí con vida.

Y dicho esto se dio por vencida. Se dejó caer al fondo y murió.

Su compañera siguió pateando. Pataleó durante toda la larga y solitaria noche, probablemente la más larga y solitaria de su vida. Pensó muchas veces en darse por vencida y dejarse arrastrar al fondo de la lechera, pero algo le hizo seguir adelante.

Finalmente salió el sol y la rana miró hacia el fondo de la lechera, con los ojos bañados en lágrimas. Imaginaos su sorpresa al descubrir que estaba de pie sobre una montaña de mantequilla que había batido gracias a su intenso y constante pataleo.

Esta historia de Las dos ranas la ha remitido a La Tacita María Aurora, de Pola de Siero, con una anotación marginal que dice: Para tu disfrute, si no la conoces, y que sigas pataleando. Oye, el texto no es mío. Me lo enviaron pero quiero compartirlo contigo.

Amables lectores, despedida y cierre con abrazos. Para ti, María Aurora, un beso enorme. Queda en pie la invitación de subirnos en un columpio. Sin elevarnos mucho, pues este escribidor se marea en un abrir y cerrar de ojos...

Érase una vez.

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