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Los árboles se mueven

25 de Julio del 2015 - Fernando Martínez Álvarez (Oviedo)

A veces me gusta pensar que soy un pastor de árboles. Me doy cuenta de que suena un poco raro, pues el pastoreo, aunque lento y paciente, implica algún movimiento. Y los árboles no se mueven. O así lo creía.

En el mundo mágico de la literatura, "El barón rampante" se manejaba por los tortuosos caminos que los "brazos" de un árbol con otro constituían para los deseos de desplazamiento de tan singular personaje de Ítalo Calvino. Insólitos movimientos por un bosque de la italiana Liguria. En "El señor de los anillos" (obra de la inabarcable imaginación del filólogo sudafricano John Ronald Reuel Tolkien) se cuenta que los Ents, árboles sabios y longevos del tenebroso bosque de Fargorn, actuaban como pastores para la frondosa comunidad vegetal. Y resguardaban así su existencia y la de los suyos de la afilada y contundente obstinación del hacha asesina. Para esa labor de tutela de sus congéneres, el genio de Tolkien les dotó también de capacidad de movimiento.

Y en mi imaginación los pude ver moverse, cuando hace algunos años leí la absorbente novela del imparable Frodo. También los pude ver unos años después (esta vez sí con los ojos) gracias a la magia que el cineasta Peter Jackson hizo aparecer ante mí con sus escenas inverosímiles surgidas en la pantalla.

Así que en mi imaginación y en el mundo de esa realidad encantada que es el cine los árboles se movían.

Pero un día, trabajando en un bosque del Occidente, caminaba por una pista que discurre entre pinos y hacía un inventario de los recursos forestales de un monte público. A ambos lados de la línea de piedras y barro que iba pisando, el viento del Oeste (bonancible que diría Beaufort) balanceaba las copas rectas de los pinos "Pinaster" y recuerdo que al verlos se formó en mi cabeza enseguida un pensamiento: el movimiento de los árboles.

Pero este movimiento era real, físico, producido por el viento. Y no como los que había apreciado anteriormente, mentales o cinematográficos.

De repente, al mirar para una zona hacia el Norte, otro "movimiento" de algunos árboles se me hizo bien patente, pero con una distinta cualidad.

Este movimiento no estaba en mi cabeza, tampoco en el mundo de la literatura o del cine. Tampoco intervenía en él la fuerza del viento, esa que sir Francis Beaufort clasificó en sus distintas intensidades.

No, esto era una cuestión de la vida; de la vida misma. Aunque con una misma ausencia de vida: habían desaparecido varios pinos gruesos, de bastantes decenios de edad.

Y como consecuencia de esa desaparición, restaba un detalle claramente delatador: cinco buenos tocones. Redondos y grandes como para sentarse a su alrededor el rey Arturo y todos sus caballeros de la Tabla Redonda.

Sara, mi compañera de trabajo, y yo pasamos media tarde buscando rastros, huellas o restos de la tala. Midiendo las marcas de los neumáticos de tractor que había en las zonas blandas del terreno de la pista, reconstruyendo las hipotéticas acciones de los ilegales: sus posibles itinerarios de entrada y salida, el tiempo que podía haber transcurrido desde los hechos, las circunstancias del apeo y el arrastre...

Después, con nuestra conversación constructora de hipótesis de pasados furtivos, recorrimos casa por casa todos los pueblos circundantes a la sierra.

Durante días observamos, con mirada rapaz y escrutadora, cada antojana, cada tendejón, cada bajo de hórreo o panera de los aledaños. Sometimos a minucioso y atento estudio todas las propiedades que consideramos geográficamente merecedoras de nuestro radio de acción susceptible de sospecha.

Y en nuestro afán "sherlock holmesiano", llegamos incluso a cursar visitas, de carácter bastante adusto y oficial, a dos empresas de serrerío de maderas que estaban relativamente cercanas al lugar de esos hechos que tanto nos preocupaban.

Nada. Nuestras pesquisas resultaron inútiles. No pudimos encausar a nadie como fruto de nuestra labor policial.

Nunca conseguimos llegar a conocer la identidad del responsable o responsables de aquellos "movimientos". Todavía hoy, años después, siento la insatisfacción de mi interés impotente al recordar.

Pero de lo que no puedo tener duda es de que conseguí ser consciente de una nueva clase de movimiento de los árboles.

Es verdad, los árboles se mueven.

Fernando Martínez Álvarez

Oviedo

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