Pinón, el médico
Otro médico muy paisano lo fue el allerano José Bernardo, natural del pueblín de Bello, en cuyo cordal se están llevando a cabo esas investigaciones de la Carisa en la que Roma ha dejado su huella. Familiarmente conocido como Pinón, este médico, sencillo él, campechanote y con una gracia y sentido del humor tremendos, sí que era todo un paisano vinculado a ese medio rural asturiano que aquí estamos reivindicando de una manera entrañable y recordativa. Mi amistad con Pinón era también entrañable y mejor que las que se forjan aquí bajo, porque nos conocimos un día, allá por la década de los cuarenta, en ese cordal de Bello.
Muchas son las historias, anécdotas y cosas que podríamos contar de José Bernardo, a golpe de sonrisa o carcajada, expresándose siempre muy a lo paisano. Creo que fue David, de Cuérigo, el que me contó este gracioso caso: David vaqueriaba los veranos en el puerto de Vegarada, en donde Bernardo tenía una buena y acondicionada cabaña, en la vertiente asturiana. Allí pasaba también sus vacaciones y siempre que podía evadirse del mundanal ruido –“de esti gallineru ciudadanu en el que nunca hay más que picotazos y caca”, me dijo en cierta ocasión–, que acaba de regresar de Vegarada. Bueno, vayamos al caso en cuestión que hizo mondarse de risa a todos aquellos vaqueros, cuando, una mañana, Pinón salió de su cabaña, alegre y sonriente, y les dice a los otros paisanos que él, esa noche, no había dormido solo. Asombro y picarescas conjeturas en los demás, a los que invita a pasar a su cabaña. “No metáis ruidu”, les dice socarrón, “porque podéis despertarla”. El asombro y la picaresca son cada vez mayores. Y una vez en la cabaña, casi en penumbra, coge la manta de su camastro y la echa hacia atrás, diciendo: “Ahí la tenéis, mirái qué guapa ye”. En el camastro enroscada, lo que había era una culebra, que el día anterior había cogido en el mayáu y guardada en una saca.
Otro caso también de una gracia enorme fue aquel de un paisano de Levinco que tenía un gripazo tremendo con mucha fiebre, que no acababa de mejorar, y al que José Bernardo decidió aplicarle un tratamiento casero y metílicos: “Una buena caciplá de un fervíu de leche y azúcar, y una botella de un coñac peleón”. Que él mismo le administró en sucesivas dosis: trago de leche ardiente y lingotazo de coñac, hasta acabar ambos brebajes. Al día siguiente, viernes, la mujer de este enfermo de Levinco se fue a Cabañquinta, al mercado, y encontró allí a José Bernardo, que preguntó por su marido. La respuesta de ella, alegre y agradecida, fue que el tratamiento había sido mano de santu: “Ya nun tien fiebre ni tien na, ta como un reló. Nun i digo más, don José, que pasó toa la noche cantando”. Bernardo le dijo: “Claro, con la castaña que agarró creyó que era Caruso...”.
Sí, José Bernardo era todo un paisano, además de médico, afable, servicial y una gran persona, con un envidiable sentido del humor. Y el paisano, como ya hemos dicho aquí, es todo un señor con un gran prestigio en su aldea, en ese medio rural asturiano, que es canto y es poesía, y en el que la madre naturaleza ha dejado su más hermosa y típica huella.
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