La victoria de Medusa
Elegía a uno y lo acompañaba, le hablaba de la técnica y lo instruía para alcanzar la maestría. Y sólo ponía una condición: que en su presencia no fijasen la vista en los ojos de otra mujer.
Así hacía enloquecer a los poetas que esperaban expectantes a las puertas de su casa, en un patio adornado con estatuas de piedra que carecían de ningún valor económico, allí pedían y rogaban por ser el próximo acompañante en una de sus escapadas nocturnas. Y el más afortunado la seguía, y de sus pasos aprendía el ritmo, y de sus manos la rima. Cuando la mujer se aburría, los despedía sin mediar palabra con un movimiento de cabeza y todos los poetas corrían como locos a sus casas, en busca de un escritorio o cualquier otra superficie sobre la que plasmar de forma perfecta todo lo que habían aprendido. Aunque llegado el momento, y por mucho que conocían la técnica, descubrían horrorizados cómo no habían visto nada más que sus ojos.
Y en su intento por medir la belleza quedaban convertidos en piedra.
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